lunes, 13 de agosto de 2012

Primavera a la carta





Corrían los primeros días de la primavera.
Nunca jamás se debe comenzar un cuento de este modo, cuando se escribe. No hay apertura peor. Es seca, sin relieve, carente de imaginación y, según todas las probabilidades, sólo ha de contener viento. Pero en este caso resulta permisible. Pues el párrafo siguiente, que debería haber inaugurado la narración, es demasiado extravagante, descabellado y ridículo para que se lo lance a la cara del lector, sin preparación alguna.
Sara estaba llorando sobre el menú.
¡A quién se le ocurre! ¡Una neoyorquina derramando lágrimas sobre el menú!
Para explicar este hecho, se permitirá al lector pensar que se habían terminado las langostas, o que ella había hecho promesa de no comer helados durante la Cuaresma, o que acababa de pedir cebollas, o que terminaba de ver una película muy triste. Y luego, considerando que todas estas teorías son erróneas, se dignará el lector permitir que el relato continúe.
Cierto caballero afirmó una vez que el mundo era una ostra y que él la abriría con su espada; en realidad, acertó más de lo que merecía. No es difícil abrir una ostra con una espada. Pero ¿alguna vez se vio que alguien tratara de abrir a ese terrestre molusco utilizando una máquina de escribir? ...



¿Querría esperar a que abran una docena con tal sistema?
Sara había logrado apartar las valvas con esa incómoda arma, lo bastante como para mordisquear un poquito el frío mundo interior. Sabía tan poca estenografía como una recién graduada de la escuela de comercio.
Por lo tanto, incapaz de taquigrafiar, no podía ingresar a la brillante galaxia de los talentos oficinescos. Trabajaba como mecanógrafa independiente, haciendo copias para quien se lo pidiera.
En su batalla contra el mundo, su triunfo mayor había sido el trato hecho con el restaurante Schulenberg, Comidas Caseras. Ese local estaba junto al viejo edificio de ladrillo en donde ella alquilaba un cuarto. Una noche, después de consumir los cinco platos del Menú Fijo Schulenberg de Cuarenta Centavos (servidos con la misma celeridad con que se arrojan cinco pelotas en el béisbol), Sara se llevó la lista de comidas. Estaba redactada en una escritura casi ilegible, que no era inglés ni alemán, y dispuesta de modo tal que, si uno no se andaba con cuidado, empezaba la cena con escarbadientes y budín de arroz, para terminarla con sopa y el día de la semana.
Al día siguiente, Sara presentó a Schulenberg una pulcra tarjeta en donde se leía el menú, bellamente mecanografiado, con las viandas tentadoramente dispuestas bajo los encabezamientos adecuados, desde “Antipastos” hasta “No nos responsabilizamos por la pérdida de sobretodos y paraguas”.
De inmediato, Schulenberg se convirtió en ciudadano naturalizado. Antes de que Sara lo dejara ir habían llegado afablemente a un acuerdo: ella debía proveer listas de platos mecanografiadas para las veintiuna mesas del restaurante (una nueva por cada día), más las correspondientes al desayuno y al almuerzo, con tanta frecuencia como lo requirieran los cambios de menú o la pulcritud de las tarjetas.

A cambio, Schulenberg le enviaría tres comidas diarias a su habitación, por medio de un mozo (obsequioso, de ser posible) y le proporcionaría, todas las tardes, un borrador a lápiz de lo que el Destino depararía a los clientes de Schulenberg al día siguiente.



El acuerdo funcionó para satisfacción de ambos. Los comensales del restaurante pasaron a saber cómo se llamaba lo que comían, si bien a veces los intrigaba su naturaleza. Y Sara tuvo comida asegurada a lo largo de un invierno frío y oscuro, lo cual era su mayor interés.
Pero entonces el almanaque, mentiroso, dijo que había llegado la primavera. La primavera llega cuando llega. Las heladas nieves del crudo invierno aún yacían, inexorables, sobre las calles de la ciudad. Los organillos seguían tocando En los buenos tiempo del verano, con tanta vivacidad y sentimiento como al concluir el otoño. Los hombres empezaron a librar pagarés a 30 días para pagar vestidos primaverales. Los porteros suprimieron la calefacción. Y cuando ocurren estas cosas, uno puede estar seguro de que la ciudad sigue en las garras del invierno.

Aquella tarde, Sara temblaba en su elegante dormitorio separado por un tabique del resto de la sala, “calefacción; limpieza esmerada; comodidades; ver para creer”, sin nada que hacer salvo los menús de Schulenberg. Sentada en su chirriante mecedora de mimbre, miraba por la ventana. El calendario de la pared insistía en gritarle: “Llegó la primavera, Sara, te digo que llegó la primavera. Mírame, Sara: mis números lo dicen. Y tú, Sara, tienes una silueta primaveral. ¿Por qué miras por la ventana con tanta tristeza?”

El cuarto de Sara estaba en la parte trasera de la casa. Al mirar por la ventana sólo veía un alto muro de ladrillos, sin aberturas, correspondiente a la fábrica de cajas de la calle siguiente. Pero ese muro era del más puro cristal, y la muchacha contemplaba una pradera cubierta de césped, sombreada por cerezos y olmos, bordeada por matas de frambuesa y rosales silvestres.
Los heraldos reales de la primavera son demasiado sutiles para la vista y el oído. Algunos necesitan ver florecido el azafrán y estrellado el bosque de cornejos, o escuchar la voz del mirlo, e incluso un recordatorio tan grosero como la despedida de las ostras y el alforfón en retirada, antes de recibir a la dama de verde con sus pechos entumecidos. En cambio, para los hijos dilectos de este viejo mundo, hay mensajes directos y dulces de la nueva esposa, diciéndole que no serán hijastros a menos que así lo prefieran.

En el verano anterior, Sara había ido al campo, donde se enamoró de un granjero.
(Al escribir un cuento nunca se debe retroceder así. Es mala literatura y mutila el interés. Es preciso dejar que la acción camine y camine.)
Sara pasó dos semanas en la granja Sunnybrook, donde llegó a enamorarse de Walter, el hijo del viejo Franklin. Muchos granjeros han sido amados, desposados y enviados a pasturas en menos tiempo. Pero el joven Walter Franklin era un agricultor moderno. Tenía teléfono en los establos y sabía exactamente qué efecto causaría la cosecha de trigo de Canadá, el año siguiente, en las papas plantadas durante la luna nueva.

Fue en esa sombreada y aframbuesada pradera, donde Walter le hizo la corte y la conquistó. Allí se habían sentado juntos, tejiendo una corona de dientes de león para su pelo. Después él alabó exageradamente el efecto de los capullos amarillos contra sus cabellos castaños; ella dejó allí la corona y volvió a la casa agitando en las manos el sombrero de paja.
Debían casarse en la primavera... con las primeras señales de la primavera, había dicho Walter. Y Sara volvió a la ciudad para castigar su máquina de escribir.




Un golpe a la puerta borró las visiones de Sara sobre aquel día feliz. Un mozo traía el borrador a lápiz de Comidas Caseras, redactada con la escritura angulosa del viejo Schulenberg. Ella se sentó ante la máquina y puso una tarjeta entre los rodillos. Era hábil mecanógrafa; por lo general, una hora y media le bastaba para terminar los veintiún menús.

Ese día, los cambios de la lista eran más numerosos que de costumbre. Las sopas eran más livianas; había desaparecido el cerdo de entre los antipastos y sólo figuraba, con nabos, en la sección “Parrilla”. El gracioso espíritu de la primavera impregnaba todo el menú. Los corderos que poco antes brincaban en las verdes colinas habían entrado en explotación, con una salsa que conmemoraba sus cabriolas. El canto de la ostra , aunque no acallado, estaba diminuendo con amore. La sartén parecía pender inactiva tras las barras benéficas de la parrilla. La lista de pasteles se había henchido; los budines más sustanciosos ya no existían, y los embutidos, con todas sus vestiduras, perduraban apenas en una agradable catalepsia, con los alforfones y el dulce pero malhadado jarabe de arce.
Los dedos de Sara bailaban como los mosquitos sobre un arrollo estival. De plato en plato, fue dando a cada uno su sitio exacto, según la longitud del nombre, calculando con ojo experto.
Antes del postre venía la lista de verduras: zanahorias y arvejas, espárragos sobre pan tostado, los perennes tomates, maíz, chauchas, repollo y...
Sara estaba llorando sobre su lista de platos. Desde las profundidades de alguna sagrada desesperación, las lágrimas se elevaron en su corazón y se le agolparon en los ojos. Bajó la cabeza sobre la pequeña máquina de escribir, y el teclado matraqueó un seco acompañamiento a sus húmedos sollozos.


Pues no había recibido carta de Walter en las dos últimas semanas, y el siguiente plato del menú era diente de león... diente de león con huevos... ¡Pero a quién le importaban los huevos! Diente de león, con cuyos dorados pimpollos la había coronado Walter, nombrándola su reina de amor y futura esposa. Dientes de león, los heraldos de la primavera, la corona de espinas de su tristeza, remembranza de días más felices.
Señora, la desafío a sonreír en medio de esta prueba. Que le sirvan en ensalada, con aderezo francés, las rosas finísimas que le trajo Percy la noche en que usted le dio su corazón. Si Julieta hubiera visto así deshonrados los testimonios de su amor, tanto antes habría ansiado las hierbas letales del buen boticario.

Pero ¡Qué bruja es la primavera! Era preciso enviar un mensaje a la fría metrópolis de piedra y acero. No había quién lo llevara, salvo el pequeño y resistente mensajero de los campos, el de tosco abrigo verde y aspecto humilde. Era un verdadero soldado de la fortuna, este diente de león. Florido, será asistente del amor, enredado en la cabellera castaña de mi dama; joven, imberbe y sin flor, entra en la cacerola y transmite la palabra de su soberana.

Poco a poco, Sara contuvo las lágrimas. Había que escribir los menús. Sin embargo, demorada todavía un leve, dorado resplandor de flores amarillas, golpeó distraídamente las teclas de la máquina por un ratito, con la mente y el corazón en la pradera de su joven granjero. De todos modos, pronto regresó a las rocosas laderas de Manhattan; entonces los tipos metálicos empezaron a saltar como un automóvil en carrera a campo traviesa.

A las seis de la tarde, el mozo le trajo la cena y se llevó las tarjetas mecanografiadas. Sara dejó a un lado, suspirando, el plato de dientes de león con su corona de huevos. Tal como esa masa oscura se había transformado, de una flor brillante, sostenida por el amor, en una ignominiosa verdura, así sus esperanzas estivales se marchitaban y perecían. Como decía Shakespeare, el amor puede alimentarse a sí mismo, pero Sara no se podía decidir a comer plantas que, como adorno, habían agraciado el primer banquete espiritual de su corazón.
A las 7.30, la pareja del cuarto vecino empezó a discutir; el hombre del cuarto de arriba buscaba un Do en su flauta; la luz de gas perdió un poco de potencia; tres carros de carbón empezaron a descargar... único ruido que pone celoso al fonógrafo; los gatos de las cercas traseras se retiraron lentamente hacia otros vecindarios. Estas señales indicaron a Sara que era hora de leer. Sacó El claustro y el hogar (el libro menos vendido del mes), apoyó los pies en su arcón y empezó a divagar con Gerard.

En eso oyó el timbre de la puerta principal. Atendió la propietaria, pero Sara abandonó a Gerard y a Danys, acorralados en un árbol por un oso, para prestar atención. ¡Oh, por supuesto, ustedes hubieran hecho lo mismo!
Y entonces se oyó una fuerte voz en el vestíbulo de abajo. Sara brincó hacia la puerta, dejando el libro en el suelo y al oso como fácil vencedor del primer encuentro.
Sí, adivinó usted. Apenas había llegado a la escalera cuando apareció su granjero, subiendo los escalones de a tres, y la segó limpiamente, sin dejar nada a los espigadores.

-¿Por qué no me escribiste? ¿Por qué? -gritó Sara.
-Nueva York es una ciudad bastante grande -observó Walter Franklin-. Llegué hace una semana y fui a la dirección que me habías dado. Allí me dijeron que te habías retirado un jueves. Eso me consoló, porque eliminaba la posible mala suerte del viernes. ¡Pero eso no quita que te haya estado buscando desde entonces con la policía y todo!
-¡Yo te escribí! -afirmó Sara, vehemente.
-¡No recibí nada!
-¿Y cómo me encontraste?
El joven granjero esbozó una sonrisa de primavera.
Esta tarde entré a ese restaurante de al lado. Y no me importa decirlo: a esta altura del año me gusta comer un plato de verduras. Estaba buscando algo que me agradara en ese lindo menú, tan bien mecanografiado, pero en cuanto pasé el repollo volteé la silla y llamé al propietario a grito pelado. Él me dio tu dirección.

-Me acuerdo -suspiró Sara, feliz-. Después del repollo había diente de león.
-En cualquier sitio del mundo sería capaz de reconocer esa W mayúscula, elevada sobre la línea, que hace tu máquina de escribir -dijo Franklin.
-Pero si “diente de león” no se escribe con W -exclamó ella, sorprendida.
El joven sacó el menú del bolsillo y señaló un renglón. Sara reconoció entonces la primera tarjeta que había mecanografiado esa tarde. Aún se notaba la mancha irregular, en la esquina superior derecha, dejada por una lágrima caída. Pero sobre la mancha, donde hubiera debido leerse el nombre de la planta de las praderas, el insistente recuerdo de sus capullos dorados había hecho que sus dedos operaran teclas extrañas.
Entre el repollo colorado y los pimientos verdes rellenos figuraba el plato.

O. Henry








O. Henry



O. Henry era el seudónimo del escritor, periodista, farmacéutico y cuentista estadounidense William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 /5 de junio de 1910). Se le considera uno de los maestros del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos sorpresivos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”
Jorge Luis Borges, que lo admiraba profundamente, escribió sobre él: “Edgar Allan Poe había sostenido que todo cuento debe redactarse en función de su desenlace; O. Henry exageró esta doctrina y llegó así al trick story, al relato en cuya línea final acecha una sorpresa. Tal procedimiento, a la larga, tiene algo de mecánico; O. Henry nos ha dejado, sin embargo, más de una breve y patética obra maestra”.
fuente: ver aquí










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