Al día siguiente, cuando bajamos a la bodega a examinar los efectos de nuestro plan, a la luz de una vela inspeccionamos las paredes y los corredores. «¡Aquí hay uno! ¡Aquí otro! ¡Mira éste hasta dónde ha llegado!» Ya una hilera de caracoles sin grandes claros recorría el suelo y las paredes, del tonel al ventanuco, siguiendo nuestra pista. «¡Rápido,caracoles! ¡De prisa, escapad!», no pudimos contenernos de decirles, viendo los animalillos andar lentamente, no sin desviarse en inútiles rodeos por las desconchadas paredes de la bodega, atraídos por ocasionales depósitos y mohos y grumos; pero la bodega estaba oscura, abarrotada, accidentada; esperábamos que nadie pudiera descubrirlos, que todos tuvieran tiempo de escapar.
En cambio, aquel alma sin paz de nuestra hermana Battista de noche recorría toda la casa a la caza de ratones, sosteniendo un candelabro, y con la escopeta bajo el brazo. Aquella noche pasó por la bodega, y la luz del candelabro iluminó un caracol perdido en el techo, con la estela de baba argéntea. Retumbó un disparo. Todos en las camas nos sobresaltamos, pero enseguida volvimos a hundir la cabeza en la almohada, acostumbrados como estábamos a las cacerías nocturnas de la monja doméstica. Pero Battista, destruido el caracol y desplomado un trozo de revoque con aquel escopetazo irrazonable, comenzó a gritar con su vocecilla estridente: «¡Socorro! ¡Se escapan todos!¡Socorro!» Acudieron los criados medio desnudos, nuestro padre armado con un sable, el abate sin peluca, y el caballero abogado, aún antes de entender nada, por miedo a incordios, escapó al campo y se fue a dormir a un pajar.
Al claror de las antorchas todos se pusieron a dar caza a los caracoles por la bodega,aunque a nadie le importaran gran cosa, pero ahora ya estaban despiertos y no querían admitir, por el amor propio de siempre, que se habían molestado para nada. Descubrieron el agujero en el tonel y comprendieron en seguida que habíamos sido nosotros. Nuestro padre vino a calentarnos a la cama, con el látigo del cochero. Acabamos recubiertos de estrías violetas en la espalda, las nalgas y las piernas, encerrados en un triste cuartucho a modo de prisión.
Nos tuvieron allí tres días, a pan, agua, ensalada y sopa fría (que, por suerte, nos gustaba). Después, la primera comida en familia, como si nada hubiese ocurrido, todos de maravilla, aquel mediodía del 15 de junio; ¿y qué había preparado nuestra hermana Battista, encargada de la cocina? Sopa de caracoles y guiso de caracoles. Cósimo no quiso tocar ni siquiera un caparazón. «¡Comed u os volvemos a encerrar de inmediato en el cuartucho!» Yo cedí, y empecé a tragarme los moluscos. (Fue un poco una bajeza por mi parte, que hizo que mi hermano se sintiera más solo, por lo que en su abandonarnos había también una protesta contra mí, que lo había decepcionado; pero sólo tenía ocho años, y además ¿de qué sirve comparar mi fuerza de voluntad, o mejor, la que podía tener de niño con la obstinación sobrehumana que marcó la vida de mi hermano?)
- ¿Y eso? - dijo nuestro padre a Cósimo.
- ¡No y no! - dijo Cósimo, y rechazó el plato.
- ¡Fuera de esta mesa! Pero Cósimo ya nos había vuelto las espaldas y estaba saliendo del comedor.
- ¿Adónde vas? Lo veíamos por la puerta de cristales mientras cogía su tricornio y su espadín en el vestíbulo.
- ¡Lo sé yo! - y corrió hacia el jardín.
Al cabo de un momento, por las ventanas, vimos que trepaba por la encina. Iba vestido y acicalado con gran pulcritud, tal como nuestro padre quería que viniese a la mesa, pesea sus doce años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y polainas altas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a una forma de vestir más acorde con nuestra vida campestre. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba dispensado de los polvos en los cabellos, salvo en las ocasiones de gala, y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar). Así que subía por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con la seguridad y rapidez que se debían a la larga práctica llevada a cabo conjuntamente.
Ya he dicho que en los árboles pasábamos horas y horas, y no por algún motivo provechoso como hacen tantos chicos, que suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos de pájaros, sino por el placer de salvar salientes del tronco y horcaduras, y llegar lo más arriba posible, y encontrar sitios adecuados donde entretenernos mirando el mundo allá abajo, y poder gastar bromas a quien pasara por debajo. Consideré pues natural que el primer pensamiento de Cósimo, en aquel injusto ensañarse contra él, hubiese sido el de trepar a la encina, árbol que nos era familiar, y que teniendo las ramas a la altura de las ventanas del comedor, imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia.
- Vorsicht! Vorsicht! Pobre, ¡se va a caer! - exclamó ansiosa nuestra madre, que nos habría visto de buena gana a la carga bajo los cañonazos, en tanto que se inquietaba por todos nuestros juegos.
Cósimo subió hasta la horquilla de una gruesa rama en donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas que le colgaban, cruzado de brazos con las manos bajo los sobacos, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente. Nuestro padre se asomó al antepecho.
- ¡Cuando te canses de estar ahí ya cambiarás de idea! - le gritó.
- Nunca cambiaré de idea - dijo mi hermano desde la rama.
- ¡Ya verás, en cuanto bajes!
- ¡No bajaré nunca más! Y mantuvo su palabra.
El barón rampante - Fragmento
Italo Calvino
Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas, Cuba, 1923. Su padre era ingeniero agrónomo. Finalizado su trabajo en la isla, la familia se trasladó de San Remo, donde había tracurrido la mayor parte de su infancia, a Turín, ciudad en la que inició los mismos estudios que su padre pero que enseguida abandonó a causa de la guerra, durante la que luchó como partisano contra el fascismo. En 1944 se afilió al Partido Comunista Italiano. Tres años más tarde publicaba, gracias a la ayuda de Cesare Pavese, su primera novela, Los senderos de los nidos de araña, en la que relataba su experiencia en la resistencia. A la conclusión de la guerra, colaboró en unos cuantos periódicos y revistas y siguió estudios literarios en la Universidad de Turín, en la que se licenció con una tesis sobre Joseph Conrad. Fue durante este período de su vida cuando se puso en contacto con Cesare Pavese, que consiguió que fuese contratado por la editorial Einaudi como asesor. Realizó además varios viajes a Francia. Tras publicar algunas antologías de relatos, de tipo fabulístico, con las cuales se alejaba de la escritura realista de sus inicios, escribió la trilogía Nuestros antepasados, integrada por El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente, narración fantástica y poética, cuajada de elementos maravillosos, en la que planteaba el papel del escritor comprometido políticamente. Por esa época, su relación con el PCI estaba ya muy degradada, hasta que, en 1957, acabó por desvincularse de él por completo. Falleció en Siena, Italia, en 1985.
Ilustración de El barón rampante, por Germano Ovani
El barón rampante es el segundo libro de una trilogía formada también por El vizconde demediado y El caballero inexistente. El protagonista es Cosimo Piovasco di Rondò, de doce años e hijo mayor y heredero de la baronía de Rondò, un territorio situado en la frondosa Liguria del siglo XVIII. Como actitud rebelde ante el mundo de los mayores, se niega a comer un plato de caracoles preparado por su hermana, aunque en realidad, a lo que se niega es a compartir mesa y mantel con los mayores, y deja a su familia con tres palmos de narices: su hermana mayor, su hermano pequeño, cronista "imparcial" en primera persona de esta historia; su padre, un eclipsado por su mujer, una prusiana de modales prusianos; su tío, un abogado e inventor que residió en el Imperio otomano y que siempre viste a la turca... Contra este estado de cosas clama Cosimo encaramándose a un árbol y adoptando la decisión de no bajarse jamás. Lo que cumple escrupulosamente. El protagonista se erige en amo y señor de los bosques de la zona, y queda marcado por un temprano amor platónico, más tarde carnal, por la rubita Viola Ondariva, que le hace reafirmarse en su idea de permanecer por siempre jamás en lo alto de los árboles.
Fuente de los textos:aquí
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