lunes, 2 de junio de 2014

Días de odio -Emma Zunz Jorge Luis Borges

Nuestro cine logra acontecimientos que se presentan, a todas luces, como imposibles: tal como el de unir, en un mismo proyecto creativo, a talentos artísticos tan disimiles como los de Jorge Luis Borges, Armando Bó y Leopoldo Torre Nilsson. El hecho tuvo lugar en el año 1953. Leopoldo Torre Nilsson venía de dirigir, bajo la tutela de su padre Leopoldo Torres Ríos, el film “El crimen de Oribe” (1950); y de colaborar en dos películas de temática deportiva producidas por Armando Bó: “Pelota de trapo” (1948) y “El hijo del crack” (1953). En estos films Bó se lució en sendos papeles protagónicos, mientras Torre Nilsson participó en los guiones, en la asistencia de dirección del primero y en la co-dirección del segundo. Los buenos resultados artísticos y económicos de estos films, animaron a su productor, Armando Bó, a diseñar un film colectivo que incluyera cinco cortometrajes dirigidos por diversos realizadores, entre ellos Julio Saraceni, Leopoldo Torres Ríos y Leopoldo Torre Nilsson. Este último comenzó entusiasmado a trabajar en el proyecto. Pensó que lo mejor sería adaptar un cuento que había leído cinco años antes en la revista “Sur”, el mismo se titulaba “Emma Zunz” y su creador era Jorge Luis Borges. Nilsson se contactó con el escritor y en colaboración escribieron un guión para un cortometraje de veinticinco minutos.

Los otros directores no se entusiasmaron con el film ómnibus orquestado por Bó y entonces éste alentó a Nilsson para que alargara el guión y así poder construir un largometraje. El desafío era complejo porque los núcleos dramáticos diagramados por Borges no dejaban fisuras para profundizar el conflicto (que ya había sido explotado por el escritor en todas sus posibilidades) y tampoco podía continuarse más allá de la resolución del conflicto porque lo tornaría a éste inverosímil. Entonces Nilsson optó por rellenar el guión, pero sin consultar a Borges. En cambio, se dice, que pidió ayuda a la escritora Beatriz Guido quien habría cooperado en la construcción de los diálogos entre la escueta Elisa Christian Galvé (Emma Zunz) y un joven que la corteja, interpretado por Duilio Marzio. Beatriz Guido no figura en los créditos del film y sólo podemos tomar la incursión de la escritora en este guión como un trascendido.

Al ver el film “Días de odio” descubrimos en el mismo la voluntad de plasmar un verosímil social característico de la época -sobre el final del primer peronismo- construido a través de la representación de los ambientes de las fábricas textiles que empleaban a mujeres como obreras. Para lograr este verosímil Leopoldo Torre Nilsson rodó la mayoría de las escenas en escenarios naturales, tal como se aclara en un didascálico inicial, de este modo las fábricas, pensiones, cementerios, cines y barrios de clases bajas representados en el film son lugares existentes y reconocibles. La idiosincrasia lúgubre de estas locaciones determinó que el film portara una construcción de sentido pesimista en torno al ambiente representado, que entorpeció su distribución local e impidió su distribución internacional, tal como lo recordó Nilsson años más tarde: “Mi proyecto más audaz, que fue “Días de odio”, fue prohibido para la exportación y virtualmente sus posibilidades de distribución en el país se limitaron al máximo, no sé si porque era obra de un autor no visto con simpatía por el gobierno, o porque se pensó que el tema era demasiado negro o desagradable, que no mostraba una Argentina demasiado feliz en algunos de sus personajes.” (1)

Esa Argentina no demasiado feliz de la que hablaba Nilsson es, en cierto modo, un efecto no deseado del estado de bienestar peronista cuyas normas de privilegio para la clase obrera, antes maltratada, habilitó una política de proliferación de fábricas que demandaban abundante mano de obra, las cuales fueron provistas por nuevos tipos de trabajadores: los varones inmigrantes venidos del interior del país y las mujeres jóvenes que antes trabajaban en el servicio doméstico de la burguesía o que limitaban su existencia a ser madres de familia. Estos nuevos empleados conformarán, indefectible, una nueva legión de seres solitarios. Y son estos seres solitarios los que deambulan sin rumbo en el film “Días de odio”; es a través de la desolación de estos personajes donde podemos advertir los aportes introducidos por Nilsson al argumento creado por Borges, tal como lo explica el propio realizador: “A medida que el film comenzó a crecer en mí, comenzó a tener sentido, a medida que comenzó a tener un sentido, el trabajo de inventar situaciones e imaginar personajes fue más fácil y más rico. “Emma Zunz” en ese momento dejó de ser la historia de una muchacha que busca vengar la muerte de su padre. “Emma Zunz”, era la historia de una soledad, en contraposición con un medio. Era una historia mucho más vieja, pero quizás más rica y expresiva. Era de alguna manera, la historia de todas las soledades, de todos los odios, de todas las venganzas. Esto es quizá, lo que más allá de todas las peripecias psicológico-argumentales de “Días de odio” he tratado de mostrar, el repetido contrapunto del hombre y la sociedad.”(2)

Estas palabras de Torre Nilsson nos impiden asir el film “Días de odio” como una simple película de venganza; si bien su argumento está atravesado por una trama vengativa que habilita el objetivo de la protagonista: matar a un hombre, el señor Plesner (Nicolás Fregues), que hundió a su padre en la ignominia al hacerlo partícipe involuntario de una estafa a la fábrica donde ambos trabajaban; la misma fábrica que ahora dirige el señor Plesner y en donde la joven Emma (Elisa Christian Galvé) está empleada como obrera. Es por eso que intentaremos aquí analizar el film desde su representación de la época, superando la anécdota presente en el cuento y reproducida en el film.

A poco de comenzar el film, asistimos a la representación de un nuevo tipo de mujer a través de las caracterizaciones de las compañeras de trabajo de Emma. La mayoría de estas mujeres vinculan su independencia laboral con el libre albedrío sentimental, lo cual posibilita que ellas seduzcan abiertamente a los muchachos, sin fingirse inocentes. Estas nuevas mujeres organizan fiestas para seducir a los varones. De este modo el avance masculino del varón experto sobre la mujer inocente queda sepultado. En su lugar se erige la nueva mujer que avanza sexualmente sobre el varón. Pero, en el fondo, este nuevo tipo de mujer se siente insegura ante su nuevo rol, al punto tal que una de ellas afirma preferir no trabajar en la fábrica para quedarse en casa aunque sea con un bruto que le pegue y la llene de hijos. Esta inseguridad se debe a que estas nuevas mujeres toman modelos de posesión masculina para relacionarse afectivamente, de este modo la obligatoriedad de seducir mujeres que habita en la mayoría de los varones heterosexuales de la época es ejercida, por estas mujeres, invirtiendo el objeto sexual pero haciendo uso de las mismas estrategias.

La cercanía afectiva de Emma con sus padres desconcierta a sus compañeras quienes no comprenden cómo Emma puede preferir a su padre en lugar de un joven buen mozo que la corteje. Una de ellas dice sarcástica: “Para Emma no hay más hombre que su padre”, y es verdad. Así lo expresa Emma en su perenne voz over reservada al espectador: “nunca había hablado con un desconocido y apenas dos o tres veces con muchachos novios de mis amigas”. Este encierro en su familia -sus padres que ya no están-, obligan a Emma a vivir en la más plena soledad. En su peregrinaje de venganza se encontrará con otros personajes tan solitarios como ella: el joven de mirada triste (interpretado por Duilio Marzio) que la seduce solamente por ser distinto a los otros muchachos. El rufián que la ayuda cuando unos hombres intentan abusar de ella en plena noche. El cantinero (Osvaldo Terranova) y su único cliente. El loco de la plaza que insiste en alimentar unos gatos que huyen de él. Los marineros que buscan sexo pago con mujeres. El ambiente de los hoteles alojamiento de la época. La soledad de la pieza de pensión en la que vive Emma con otros personajes que apenas conoce. Todos estos seres solitarios son utilizados por Nilsson para representar, a través de sus angustias existenciales, la desdicha que sufrían las personas que habitaban la ciudad de Buenos Aires de principios de los años cincuenta, una ciudad que sólo los demandaba para usufructuarlos como mano de obra y que los condenaba al más absoluto desamparo afectivo.
Fernando Morelli

(1) Leopoldo Torre Nilsson en diálogo con Tomás Eloy Martínez, radio Universidad de Córdoba, 6 de agosto de 1961. Reproducido en “Torre Nilsson por Torre Nilsson” Selección y prólogo de Jorge Miguel Couselo, editorial Fraterna, 1985 (p.145).


(2) Leopoldo Torre Nilsson “Historia de una película” en “Gente de cine”, número 29, enero-febrero de 1954. Reproducido en “Torre Nilsson por Torre Nilsson”, obra citada (p.144)
leopoldotorrenilsson.blogspot.com.ar

Días de odio de Leopoldo Torre Nilsson



Mujeres por Hombres - Capítulo N° 1

Ciclo sobre literatura en canal"a" Cultura Activa 
Mujeres por Hombres -Silvia Hopenhayn- Emma Zunz - Borges


Emma Zunz
Jorge Luis Borges



El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.


Jorge Luis Borges
El aleph (1949)

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