Selva Almada " Chicas muertas "
Editorial Random House
"Cuando empecé la facultad me fui a vivir con una amiga a Paraná, la capital de la provincia, a 200 kilómetros de mi pueblo. Teníamos poca plata, vivíamos en una pensión, bastante ajustadas. Para ahorrar, empezamos a irnos a dedo, los fines de semana cuando queríamos visitar a nuestras familias. Al principio siempre buscábamos algún chico conocido nuestro, también estudiante, que nos acompañara. Después nos dimos cuenta de que nos llevaban más rápido si éramos sólo chicas. De a dos o de a tres, sentíamos que no había peligro. Y en algún momento, cuando ganamos confianza, cada una empezó a viajar sola si no conseguía compañera. A veces, por lo exámenes, no coincidían nuestras visitas al pueblo.
Nos subíamos a autos, a camiones, a camionetas. No subíamos si había más de un hombre adentro del vehículo, pero excepto eso no teníamos muchos miramientos. En cinco años fui y vine cientos de veces sin pagar boleto. Hacer dedo era la manera más barata de trasladarse y a veces hasta era interesante. Se conocía gente. Se charlaba. Se escuchaba, la mayoría de las veces: sobre todo los camioneros, cansados de la soledad de su trabajo, nos confiaban sus vidas enteras mientras les cebábamos mate. De vez en cuando había algún episodio incómodo. Una vez un camionero mendocino mientras me contaba sus cuitas me dijo que había algunas estudiantes que se acostaban con él para hacerse unos pesos, que a él no le parecía mal, que así se pagaban los estudios y ayudaban a los padres. La cosa no pasó de esa insinuación, pero los kilómetros que faltaban para bajarme me sentí bastante inquieta. Cada vez que me subía a un auto lo primero que miraba era dónde estaba la traba de la puerta. Creo que ese día me corrí hasta pegarme a la ventanilla y directamente me agarré a la manija de la puerta por si debía pegar un salto.
Otra vez un tipo joven, en un coche caro y que manejaba a gran velocidad, me dijo que era ginecólogo y empezó a hablarme de los controles que una mujer debía hacerse periódicamente, de la importancia de detectar tumores, de pescar el cáncer a tiempo. Me preguntó si yo me controlaba. Le dije que sí, claro, todos los años, aunque no era verdad. Y mientras siguió hablando y manejando estiró un brazo y empezó a toquetearme las tetas. Me quedé dura, el cinturón de seguridad atravesándome el pecho. Sin apartar la vista de la ruta, el tipo me dijo: vos sola podés detectar cualquier bultito sospechoso que tengas, tocándote así, ves.
Sin embargo, una sola vez sentí que realmente estábamos en peligro. Veníamos con una amiga desde Villa Elisa a Paraná, un domingo a la tarde. No había sido un buen viaje, nos habían ido llevando de a tramos. Subimos y bajamos de autos y camiones varias veces. El último nos había dejado en un cruce de caminos, cerca de Viale, a unos 60 kilómetros de Paraná. Estaba atardeciendo y no andaba un alma en la ruta. Al fin vimos un coche acercándose. Era un auto anaranjado, ni viejo ni nuevo. Le hicimos seña y el conductor se echó sobre la banquina. Corrimos unos metros hasta alcanzarlo. Iba a Paraná, así que subimos, mi amiga junto al hombre que conducía, un tipo de unos sesenta años; yo en el asiento de atrás. Los primeros kilómetros hablamos de lo mismo de siempre: el clima, de dónde éramos, lo que estudiábamos. El hombre nos contó que volvía de unos campos que tenía en la zona. Desde atrás no escuchaba muy bien y como vi que mi amiga manejaba la conversación, me recosté en el asiento y me puse a mirar por la ventanilla. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me di cuenta de que sucedía algo raro. El tipo apartaba la vista del camino e inclinaba la cabeza para hablarle a mi amiga, estaba más risueño. Me incorporé un poco. Entonces vi su mano palmeando la rodilla de ella, la misma mano subiendo y acariciándole el brazo.
Empecé a hablar de cualquier cosa: del estado de la ruta, de los exámenes que teníamos esa semana. Pero el tipo no me prestó atención. Seguía hablándole a ella, invitándola a tomar algo cuando llegáramos. Ella no perdía la calma ni la sonrisa, pero yo sabía que en el fondo estaba tan asustada como yo. Que no, gracias, tengo novio. Y a mí qué me importa, yo no soy celoso. Tu novio debe ser un pendejo, qué puede enseñarte de la vida. Un tipo maduro como yo es lo que necesita una pendejita como vos. Protección. Solvencia económica. Experiencia.
Las frases me llegaban entrecortadas. Afuera ya era de noche y no se veían ni los campos al borde de la ruta. Miré para todos lados: todo negro. Cuando me topé con las armas acostadas en la luneta del auto, atrás de mi asiento, se me heló la sangre. Eran dos armas largas, escopetas o algo así. Mi amiga seguía rechazando con amabilidad y compostura todas las invitaciones que él insistía en hacerle, esquivando los manotazos del hombre que quería agarrarle la muñeca. Yo seguía hablando sin parar, aunque nadie me prestara atención. Hablar, hablar y hablar, yo que no hablo nunca, un acto de desesperación infinita. Entonces lo mismo que me había helado la sangre, me la devolvió al cuerpo. Yo estaba más cerca que él de las armas.
Aunque nunca había disparado una. Por fin las luces de la entrada a la ciudad. La YPF adonde paraba el rojo que nos llevaba al centro. Le pedimos que nos bajara allí. El tipo sonrió con desprecio, se corrió del camino y estacionó: sí, mejor bájense, boluditas de mierda. Nos bajamos y caminamos hasta la parada del colectivo. El auto anaranjado arrancó y se fue. Cuando estuvo lejos, tiramos los bolsos al piso, nos abrazamos y nos largamos a llorar."
Fragmento del libro Chicas muertas de Selva Almada
Fuente: facebook.com/selva.almada
Como siempre en el programa Leer es un Placer que conduce Natu Poblet estuvo Selva Almada hablando del libro y con lecturas de fragmentos en la voz de Carlos Clérici.
El audio completo del programa lo escuchan en el siguiente reproductor y también pueden descargarlo libremente.
Selva Almada: " Chicas muertas "
Entrevista en Programa Leer es un placer
A continuación se reproduce textualmente una nota que realizó Matías Méndez para Infobae
"Hay muchas maneras de prostitución que están naturalizadas"
Por: Matías Méndez Especial para Infobae
Lo afirmó Selva Almada, una de las voces nuevas más aclamadas de la literatura argentina, que acaba de lanzar su primer libro de no ficción, "Chicas muertas". En diálogo con Infobae, habló de la violencia que sufren a diario las mujeres, el súbito interés periodístico por los femicidios y el boom de la crónica en América Latina
"A mediados de los 80, cuando Selva Almada vivía su adolescencia en su Entre Ríos natal y no sabía que se convertiría en una de las escritoras que renovaría la literatura argentina con una singular pluma que ha sido elogiada por lectores y críticos como Beatriz Sarlo, se sobresaltó con el asesinato de una chica de su edad, Andrea Danne, que fue encontrada apuñalada mientras dormía en el cuarto contiguo al de sus padres.
Durante años el crimen le quedó dando vueltas en la cabeza hasta que un tiempo atrás Selva decidió investigar otros con esas características. Se propuso trabajar en casos que hayan ocurrido en esa década en el interior del país y así fue que encontró el de María Luisa Quevedo en Sáenz Peña, Chaco y otro que le aportó un periodista cordobés: el asesinato de Sara Mundín en Villa Nueva, Córdoba.
Con esos tres crímenes como base edificó Chicas muertas (Random House), en la que la autora de Ladrilleros y Una chica de provincia narra y reflexiona sobre la violencia sufrida por las mujeres, la impunidad que impide encontrar culpables, la misoginia que aún recorre la sociedad y que muchas veces se expresa en el machismo de funcionarios policiales y judiciales.
"La idea era que los hechos hubiesen transcurrido en los 80 y que esas mujeres eran adolescentes en el mismo momento que yo", cuenta la escritora, que estuvo en la redacción de Infobae para hablar sobre su último libro.
-¿Qué cambió de aquellos años 80 en, como dice en el libro, no existía la palabra femicidio hasta al día de hoy?
No es que había menos casos de femicidios o de casos de violencia contra la mujer, sino que no se denunciaban. Ahora los medios le dan mucho lugar en su agenda a este tipo de crímenes. Antes eran crímenes pasionales, e incluso hasta hace poco los diarios más importantes de Argentina hablaban de crímenes pasionales y no de femicidio. Plantear estos casos desconocidos y que ocurrieron hace tantos años tiene esa idea: esto no pasa ahora, esto pasaba siempre. No interesaba y no era parte de la agenda política ni periodística.
-¿El caso María Soledad Morales marcó una bisagra?
Sí, creo que sí. La etapa de investigación la hice con una Beca del Fondo Nacional de las Artes y en ese proyecto que presenté al Fondo planteaba el caso de María Soledad como un antes y un después. Incluso cuando asesinaron a María Soledad, que fue unos cuatro años después del crimen de Andrea, enseguida las conecté. Yo tenía la edad de María Soledad, 17 años. Ya en esa época me empecé a preguntar si hubiésemos hecho algo, si la gente hubiese exigido, si hubiese marchado y se hubiese conectado con los diarios nacionales, si hubiese sido distinto.
-¿Usted quería que los casos fuesen del interior del país? ¿Esto se relaciona con su literatura en la que narra el interior?
Quería que sea así y tiene que ver con el universo que planteo en los otros libros que son ficción. Tanto en los cuentos como en las novelas me gusta trabajar con ese material porque lo conozco muy bien. Y también porque no quería casos que hubiesen tenido su momento en el periodismo de Buenos Aires. Quería casos que no hubiesen trascendido de esos pequeños lugares donde sucedieron.
-¿El machismo que lleva a la agresión y al delito sexual y a la muerte tiene una presencia mayor en pequeñas ciudades que en la grandes? ¿En sociedades más conservadoras se da más?
No sé si se da más. Lamentablemente el machismo y la misoginia como una cosa generalizada se da en todo el país y en todo el continente. Sí, es verdad que hay más conservadurismo en el interior del país y que eso allana el hecho de que un varón pueda ejercer violencia contra una mujer y que se naturalice. Está más naturalizado y la mujer está menos protegida, en el sentido que si una vive en una Ciudad grande como Buenos Aires, Rosario o Córdoba seguro que hay una ONG que se ocupa y donde puede ir a pedir ayuda. O incluso el Gobierno o las municipalidades están más presentes para acompañar o para ayudar a que esa mujer salga de esa situación. En el interior las mujeres están más desprotegidas en ese sentido. Capaz que va a denunciar y el policía es amigo del marido o incluso el tema que en el interior nos conozcamos todos. No creo que no exista en las ciudades grandes, de hecho muchos de los femicidios que ocurren todos los días ocurren acá en el conurbano. Sí creo que la mujer está más sola para pedir ayuda.
-¿El Estado las desprotege más en los lugares más pequeños?
Sí, también es cierto que las políticas de estado que hay sobre el tema son muy recientes. A veces está la Ley pero no está la infraestructura para que eso se cumpla.
-Hay un fragmento del libro que impacta y es su búsqueda de Yogui Quevedo hasta el encuentro y los dichos de él: "A estas chicas las llevaron por el mal camino", frase que muchas veces se convierte en un lugar común frente al delito sexual. ¿Por qué ocurre eso?
Yogui lamentablemente murió hace dos meses, así que no llegó a leer el libro que a él le daba mucha ilusión porque estuvo toda su vida muy comprometido con el caso de su hermana. Es también mi fuente para el libro. Es un pensamiento fácil y común pensar que le pasó porque las compañías no eran buenas, así como cuando una mujer es violada dicen "mirá como se vestía". Es parte de la misóginia y el machismo.
-Usted cuenta en las primeras páginas sus viajes a dedo para ir y venir de estudiar en su provincia y como en esos viajes supo tener temor. ¿Allí también estaba Andrea presente?
No sé como se vivirá eso ahora, pero en aquella época era común viajar a dedo y creo que no éramos conscientes del peligro que pasábamos, excepto cuando ocurrían algunas de las cosas que cuento en el libro. Pero no pensaba que me podían matar o que me podía violar. No tenía ese temor constante.
-En la página 58 escribe "visitar a un hombre solo que a cambio ayuda con plata es una forma de prostitución que está naturalizada en los pueblos del interior". Es una frase muy fuerte.
Sí, hay muchas maneras de prostitución que están naturalizadas y que no se entienden como prostitución. Una de esas es esa y de hecho cuento la historia de la mujer que visitaba a mi tío. Se decía "es una prostituta" pero prostituta-prostituta es la que trabajaba en una whiskería. Pero estaban aquellas que lo visitan y él la ayuda, ni siquiera dicen "le paga": "la ayuda con un poco de plata". No se entiende como prostitución, pero si hay dinero en el medio hay prostitución.
-Y si hay alguien que paga, hay alguien que ejerce el poder sobre la mujer.
Claro, por supuesto. Pero ni siquiera estas mujeres lo entendían así. Las hubiese horrorizado pensar que actuando de esta manera también eran prostitutas.
-Uno de los personajes del libro es La Señora, que le cuenta la historia de "la huesera". ¿Cuánto influyó esa historia que le contaron en el libro?
Me pareció una historia muy linda y me sirvió para articular el libro. No me acordaba de esa historia. Tuvimos muchas charlas con ella que yo grababa y no las tenía tan presente porque pasó bastante tiempo hasta que empecé a escribir el libro y cuando empecé a escuchar las grabaciones apareció este cuento que ella me cuenta y me ayudó a decir "por acá puede ir el libro". Como una justificación poética de lo que yo intentaba escribir.
-¿Hay una nueva no ficción en América Latina? ¿Este libro se puede enmarcar dentro de ella?
Sí, hay una crónica muy potente en América Latina y hay unos cronistas tremendos como Leila Guerriero, a quién admiro muchísimo. Lo que nunca quise perder de vista es que yo era una escritora escribiendo una no ficción. Yo no era una periodista, no era una cronista y entonces me siento como una outsider que entro por la ventana. No sé si el libro forma parte o no, eso lo dirán los lectores o los críticos mejor que yo. No hubo una pretensión de formar parte de eso. La única pretensión era contar estos casos y no contarlos desde la ficción, hacer el trabajo lo más rigurosamente posible pero sin olvidarme nunca que soy una escritora y que estoy escribiendo esta no ficción pero no soy periodista.
-Eso se percibe: su poética y las características de su literatura están presentes.
Quería eso. Poder escribir estas historias reales pero con las herramientas literarias que me da mi trabajo anterior que hasta ahora ha sido de ficción. Poder aplicar esas herramientas para poder contar una historia real sin novelarla, sin ficcionarla."
Fuente:
Selva Almada con el escritor chileno Diego Zúñiga hablando de Chicas muertas.
Leer en el siguiente enlace:
http://www.quepasa.cl/articulo/cultura/2014/06/6-14517-9-de-donde-sale-esta-escritora-sorprendente.shtml
En el Suplemento las 12 de Página 12 del 6 de junio de 2014 se publicó una nota sobre la violencia de género, el femicidio y la relación entre el asesinato perpetrado de las jóvenes francesas Cassandre Bouvier y Houria Moumni por el cual fue condenado con la sentencia a 30 años de prisión para Gustavo Lasi y los tres casos de chicas asesinadas dellibro "Chicas muertas" de Selva Almada-
A continuación se reproduce textualmente la nota:
VIOLENCIAS
Qué va a ser de ti lejos de casa
El doble femicidio de Cassandre Bouvier y Houria Moumni cerró un capítulo esta semana con la sentencia a 30 años de prisión para Gustavo Lasi, el único condenado en un hecho que fue claramente cometido en banda y que vuelve a cristalizar la impunidad que recae sobre los abusos cometidos hacia las mujeres por el solo hecho de ser mujeres, en esa bruma que se levanta en el paisaje de algunas provincias cuando de violencia machista se trata. Salta es el escenario de este hecho ocurrido en 2011, pero que podría haber pasado en otros tantos de nuestro país, y que la escritora Selva Almada retrata con exactitud en su reciente libro Chicas muertas, tres historias reales de mujeres asesinadas en los ochenta, que nunca descansaron en paz.
¿Qué hacen acá solitas?, dijo Gustavo Lasi cuando las vio. Dos chicas jóvenes, distraídas con las formas raras y la marca del color en la tierra del suelo quebrado salteño. Llevaban todo el día andando y se les notaba: el pelo revuelto, las suelas gastadas, algún pañuelo en la cabeza para mitigar el sol directo que quedó ahí, como testigo de lo que fue el día largo, de esos que empiezan con la energía de la montaña apenas amanece. El francés de Cassandre Bouvier y Houria Moumni no era un eco extraño en una zona donde miles de turistas del mundo desfilan durante todo el año, sin embargo ambas hablaban español. Cassandre Bouvier era estudiante e investigadora del Instituto de Altos Estudios de América Latina. Houria Moumni estudiaba sociología urbana y se había especializado en esta parte del continente. Mucho se dijo acerca de sus investigaciones sobre la malversación de fondos destinados a pueblos aborígenes, pero lo cierto es que hoy, en el juicio que trató sobre su muerte y que terminó con un solo condenado, no decantó esa información. “Es sólo una primera etapa que se cierra”, dijo Jean-Michel Bouvier, instalado en Salta desde el comienzo del proceso y seguro de que junto a Lasi hay otros responsables que no fueron ni siquiera investigados y que plantaron pruebas y contaron con la complicidad policial, como ocurrió en tantas otras muertes cruentas de mujeres, como María Soledad Morales o Nora Dalmasso.
En el doble femicidio de Cassandre Bouvier y Houria Moumni está presente además esa espada justiciera que parece levantar el machismo cuando se ve amenazado: qué hacen ahí sueltas, por qué circulan con tanta libertad, cómo es que nadie (un hombre) las acompaña. Como cuando las cámaras de tránsito revelaban el deambular de María Cash en las rutas jujeñas, esa pregunta se erige como marca en una piedra que ya está horadada hace rato: mujeres solitas buscan guerra.
Gustavo Lasi señaló a Daniel Vilte Laxi y Santos Clemente Vera como cómplices de las violaciones y asesinatos de las dos jóvenes, pero las pruebas se esfumaron en la quebrada de San Lorenzo, lugar donde –hoy se cree– se plantaron los cuerpos que fueron encontrados el 29 de julio de 2011. Ellas aparecieron muertas, sin sus cosas, con las heridas de bala que les provocaron la muerte y los signos claros y evidentes de haber sido abusadas por más de una persona. A Cassandre la mataron de un solo tiro a muy corta distancia y tuvo una sobrevida de una hora. Houria se quiso escapar y la atacaron de un tiro en la espalda pero también tiene una herida de bala en el brazo. Quién las va a buscar, quién las va a poder encontrar tan lejos, quién va a reclamar por dos mujeres que andaban sueltas en la naturaleza como animalitos, se habrán preguntado los agresores.
La Sala II del Tribunal de juicio salteño señaló a Lasi como autor de los delitos de “robo calificado por el uso de arma, abuso sexual con acceso carnal agravado y doble homicidio calificado criminis causa”, lo que quiere decir que las mataron para encubrir las violaciones. Las vueltas por el esclarecimiento suman hoy, a casi tres años de los hechos, torturas a inocentes, pistas desviadas y el misterio de las decenas de personas que circulaban a esa hora por el mismo lugar que Cassandre y Houria y no vieron ni oyeron nada.
El territorio del desquite
La antropóloga feminista Rita Segato, la escritora Virginia Despentes lo dijeron de distintas maneras pero con igual impacto: la mujer encuentra su límite de circulación en las puntas de los zapatos de los varones. Y esa geografía exhausta de aire y verde es ideal para esconder pruebas, para camuflar razones, para nublar conciencias. Tan aturdida de ese paisaje está también la trama de la trata, oculta entre el pasto crecido y la tierra que se revuelve de vez en cuando para dar con algún resto de una mujer que, una vez más, no es Marita Verón pero tampoco revela su identidad. De algunas, como Fernanda Aguirre, hubo una cara y un nombre para reclamar; de tantas otras, como bien lo visibilizó Susana Trimarco a través de su fundación, de otras no hay nada.
Dijo Segato a este diario: “Un tema permanente en mis trabajos es la gran afinidad que existe entre el cuerpo de la mujer y el territorio. Cuando marco con mis banderas, con mis insignias, el cuerpo de la mujer, estoy marcando su anexión a mi capacidad de Estado transnacional. Y una de las formas de todas las religiones, y no sólo de la católica, es marcar los cuerpos siendo esta marca omnipresente. (...) Lo que da los puntos de encuentro son las prácticas. Muchos han dicho que en las visiones culturales la mujer siempre está asociada a la Naturaleza, es el gran útero, la Madre Tierra, se la vincula con una cierta pasividad de la Naturaleza frente a la acción del Hombre. Yo no hablo de la tierra, me refiero al territorio en sentido político. Las prácticas guerreras muestran la manera hegemónica de entrar el cuerpo de la mujer en la ideología, en la representación colectiva: siempre tuvieron ese correlato de la conquista de un territorio, la anexión del cuerpo de las mujeres, la inseminación por violaciones individuales o colectivas, su esclavización para servicios sexuales”. Esa marca perenne sobrevive y goza de buena salud, como bien lo indica este caso. El condenado por este crimen, que claramente encubre a otros, no podría enunciarlo de esta manera, jamás diría que ajustició al género femenino por soltar al mandato de la casa y la crianza, pero de su declaración textual surge esa trampa del lenguaje donde hasta los más vivos quedan pegados: Lasi dijo que “acabó”, dijo “tuvimos relaciones”, dijo “accedí a ellas”.
Despentes narró en Teoría King Kong una violación que la tuvo como protagonista en sus años de juventud. Pero volvió a salir a la ruta y a hacer dedo para llegar a los recitales de sus bandas preferidas. No hacerlo la hubiera matado. Un riesgo que prefirió correr en el campo de batalla que entre las cuatro paredes de su casa.
Recuerdos de provincia
“No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte de la mujer, pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio”, escribe Selva Almada en la primera parte de Chicas muertas (RH), el libro que acaba de publicar pero que tiene sus años de historia. Años donde no casualmente se instaló la palabra femicidio y la violencia de género recrudeció sus aristas hasta sofisticar sus procedimientos, como en la modalidad del fuego y el refrán repetido de los agresores cuando los interrogan: “Se quemó sola”. Solita.
Almada viene con el proyecto de escribir sobre estas muertes desde 2008, especialmente la de Andrea Danne, una chica de 19 años que fue apuñalada mientras dormía en su casa de San José, un pueblo cercano a su Villa Elisa natal, en la provincia de Entre Ríos. Su asesinato ocurrió el 16 de noviembre de 1986 y cuenta Almada que esa historia le puso los pelos de punta. Ni siquiera tu casa es un lugar seguro, pensó entonces. Por el crimen se sucedieron varias hipótesis, sobre todo aquella que marcaba que la habían matado sus propios padres. Sin embargo, las investigaciones de Almada ahora reviven lo ocurrido entonces: horas de interrogatorios a un círculo que repetía siempre lo mismo, que nadie sabía por qué ni quién pudo haberla matado.
Las otras dos muertes que relata Almada tienen ese mismo escenario, pueblos de provincia donde los rumores se oyen más fuerte que las verdades dichas a los gritos. María Luisa Quevedo tenía 15 años cuando fue asesinada, el 8 de diciembre de 1983, en la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña. Estuvo desaparecida unos días y su cuerpo fue hallado sin vida, violado y estrangulado, en un baldío. Nunca nadie fue procesado por el asesinato. Sarita Mundín tenía 20 años la última vez que la vieron con vida, el 12 de marzo de 1988. Sus restos aparecieron mucho después pero su madre siempre dudó de que sea ella ese conjunto de huesos pelados. Pidió un ADN y la pericia le dio la razón, sin embargo nunca se supo qué pasó con Sarita ni de quién eran esos huesos de mujer que aparecieron en el medio de la nada.
Chicas muertas trenza estas historias, sus sospechas y testigos, con los recuerdos de una narradora que, como sus protagonistas muertas, creció en un pueblo provincial y se acostumbró a las historias como se acostumbra una al desayuno: a fuerza de repetición. Así describe a la vecina golpeada que recibe tan “bien” los golpes que ya ni se le notan, a esa que secuestraron y no pararon de violar en el medio del campo hasta que pudo escaparse y rehacer su vida con su novio de siempre, a la que visitaba a su tío a cambio de favores de dinero y que le dio el pase a su hija cuando la superó en buenas curvas. A la que se cansaron de penetrar en patota porque era demasiado histérica y cuando ya no aguantaron los cuerpos le dieron con una botella, como para que aprenda. Algo de ese espíritu “solidario” que se enciende entre machos cuando alguno sufre por una conchuda, y que sólo se calma cuando la violencia sexual marca quién realmente la tiene más grande. “Siempre me interesó la violencia y la violencia contra las mujeres me interesa básicamente porque soy mujer, y porque si bien la mayor parte de las noticias sobre femicidios son urbanas, en el interior hay una violencia latente, permanente, que por momentos explota, que es muy distinta de la violencia urbana. No hay motochorros.
Pero sí hay dos tipos que se toman un par de copas de más y se acuchillan en un bar. También empezar a pensar estos casos y mi relación con este tema me hizo dar cuenta de que yo también había sufrido violencia. Creo que no debe haber ninguna mujer que pueda decir ‘nunca fui objeto de violencia’. Se naturaliza tanto que termina siendo aceptado como parte de ser mujer. Me interesan todas esas pequeñas anécdotas cotidianas que también tienen que ver con que en algunos casos se llegue al extremo de la muerte.
Mostrar que convivimos a diario con esas pequeñas manifestaciones violentas y una misma lo toma como ‘bueno, qué sé yo, no pasa nada’, dice y evoca ese jefe pesado que tuvo hace algunos años y que pasaba por las espaldas de sus empleadas tratando de hacerles masajes. ‘A mí me lo hizo una vez y le dije nunca más, pero cuando les preguntaba a mis compañeras por qué dejaban que este nabo venga y las toque, me decían ‘pero es un boludo, dejalo, no te va a hacer nada’. Y en este ‘no te va a hacer nada’ o ‘no te va a violar’ hay otro mensaje. Esa cosa que yo también naturalicé, porque de otro modo le hubiera metido una denuncia, es la que me interesa y que quise contar en el libro. Esa que pensamos: ‘Bueno, no, hacerle una denuncia es una exageración. El tipo es un pajero pero no pasa nada’. Esas ‘boludeces’ que muchas veces terminan yéndose a la mierda: Mangeri, que la conoce a Angeles Rawson desde los 6 años y la termina matando”, dice y explica, tan bien como su libro, que en el interior está todo mucho más mezclado, en esos pasos de tragicomedia donde el agresor es el cuñado del que te toma la denuncia. Y ni qué hablar del ruido que se arma en torno de cualquiera que levante polvareda, sobre todo si lleva pollera. “Hace unos años explotó en mi pueblo la historia de una chica que escribió un libro, supuestamente basado en una historia que le había contado una amiga, y resultó que en realidad era su propia historia de vida.
La escritora era la hija de un tipo que muchos años fue intendente del pueblo, y lo que ella estaba contando era un abuso intrafamiliar, hacia ella y sus hermanas. Era un intendente muy respetado, un tipo muy querido. Yo lo había tratado bastante, era un tipo que parecía muy paternal. Para mí fue muy impactante. Obviamente en el pueblo saltaron a decir que era una mentirosa, otro síntoma muy común en las tramas de abuso. Entonces estas historias de violencia que muchas veces terminan en crímenes están lamentablemente avaladas por nosotras las mujeres desde distintos frentes: desde la que dice ‘es un pajero pero no va a hacer nada’ hasta la madre que no le cree a la hija, que prefiere a su marido antes que a su hija. Es terrible pero somos las propias mujeres las que reproducimos ese discurso patriarcal y misógino, y esas mujeres siguen criando hijos machistas. Yo veo un panorama bastante desolador y me parece que las redes sociales también alimentan la misoginia, el machismo, el bastardear anónimamente a una mujer porque sí, en clara diferencia con los varones”.
Fuente:www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/
En el Suplemento las 12 de Página 12 del 6 de junio de 2014 se publicó una nota sobre la violencia de género, el femicidio y la relación entre el asesinato perpetrado de las jóvenes francesas Cassandre Bouvier y Houria Moumni por el cual fue condenado con la sentencia a 30 años de prisión para Gustavo Lasi y los tres casos de chicas asesinadas dellibro "Chicas muertas" de Selva Almada-
A continuación se reproduce textualmente la nota:
VIOLENCIAS
Qué va a ser de ti lejos de casa
El doble femicidio de Cassandre Bouvier y Houria Moumni cerró un capítulo esta semana con la sentencia a 30 años de prisión para Gustavo Lasi, el único condenado en un hecho que fue claramente cometido en banda y que vuelve a cristalizar la impunidad que recae sobre los abusos cometidos hacia las mujeres por el solo hecho de ser mujeres, en esa bruma que se levanta en el paisaje de algunas provincias cuando de violencia machista se trata. Salta es el escenario de este hecho ocurrido en 2011, pero que podría haber pasado en otros tantos de nuestro país, y que la escritora Selva Almada retrata con exactitud en su reciente libro Chicas muertas, tres historias reales de mujeres asesinadas en los ochenta, que nunca descansaron en paz.
¿Qué hacen acá solitas?, dijo Gustavo Lasi cuando las vio. Dos chicas jóvenes, distraídas con las formas raras y la marca del color en la tierra del suelo quebrado salteño. Llevaban todo el día andando y se les notaba: el pelo revuelto, las suelas gastadas, algún pañuelo en la cabeza para mitigar el sol directo que quedó ahí, como testigo de lo que fue el día largo, de esos que empiezan con la energía de la montaña apenas amanece. El francés de Cassandre Bouvier y Houria Moumni no era un eco extraño en una zona donde miles de turistas del mundo desfilan durante todo el año, sin embargo ambas hablaban español. Cassandre Bouvier era estudiante e investigadora del Instituto de Altos Estudios de América Latina. Houria Moumni estudiaba sociología urbana y se había especializado en esta parte del continente. Mucho se dijo acerca de sus investigaciones sobre la malversación de fondos destinados a pueblos aborígenes, pero lo cierto es que hoy, en el juicio que trató sobre su muerte y que terminó con un solo condenado, no decantó esa información. “Es sólo una primera etapa que se cierra”, dijo Jean-Michel Bouvier, instalado en Salta desde el comienzo del proceso y seguro de que junto a Lasi hay otros responsables que no fueron ni siquiera investigados y que plantaron pruebas y contaron con la complicidad policial, como ocurrió en tantas otras muertes cruentas de mujeres, como María Soledad Morales o Nora Dalmasso.
En el doble femicidio de Cassandre Bouvier y Houria Moumni está presente además esa espada justiciera que parece levantar el machismo cuando se ve amenazado: qué hacen ahí sueltas, por qué circulan con tanta libertad, cómo es que nadie (un hombre) las acompaña. Como cuando las cámaras de tránsito revelaban el deambular de María Cash en las rutas jujeñas, esa pregunta se erige como marca en una piedra que ya está horadada hace rato: mujeres solitas buscan guerra.
Gustavo Lasi señaló a Daniel Vilte Laxi y Santos Clemente Vera como cómplices de las violaciones y asesinatos de las dos jóvenes, pero las pruebas se esfumaron en la quebrada de San Lorenzo, lugar donde –hoy se cree– se plantaron los cuerpos que fueron encontrados el 29 de julio de 2011. Ellas aparecieron muertas, sin sus cosas, con las heridas de bala que les provocaron la muerte y los signos claros y evidentes de haber sido abusadas por más de una persona. A Cassandre la mataron de un solo tiro a muy corta distancia y tuvo una sobrevida de una hora. Houria se quiso escapar y la atacaron de un tiro en la espalda pero también tiene una herida de bala en el brazo. Quién las va a buscar, quién las va a poder encontrar tan lejos, quién va a reclamar por dos mujeres que andaban sueltas en la naturaleza como animalitos, se habrán preguntado los agresores.
La Sala II del Tribunal de juicio salteño señaló a Lasi como autor de los delitos de “robo calificado por el uso de arma, abuso sexual con acceso carnal agravado y doble homicidio calificado criminis causa”, lo que quiere decir que las mataron para encubrir las violaciones. Las vueltas por el esclarecimiento suman hoy, a casi tres años de los hechos, torturas a inocentes, pistas desviadas y el misterio de las decenas de personas que circulaban a esa hora por el mismo lugar que Cassandre y Houria y no vieron ni oyeron nada.
El territorio del desquite
La antropóloga feminista Rita Segato, la escritora Virginia Despentes lo dijeron de distintas maneras pero con igual impacto: la mujer encuentra su límite de circulación en las puntas de los zapatos de los varones. Y esa geografía exhausta de aire y verde es ideal para esconder pruebas, para camuflar razones, para nublar conciencias. Tan aturdida de ese paisaje está también la trama de la trata, oculta entre el pasto crecido y la tierra que se revuelve de vez en cuando para dar con algún resto de una mujer que, una vez más, no es Marita Verón pero tampoco revela su identidad. De algunas, como Fernanda Aguirre, hubo una cara y un nombre para reclamar; de tantas otras, como bien lo visibilizó Susana Trimarco a través de su fundación, de otras no hay nada.
Dijo Segato a este diario: “Un tema permanente en mis trabajos es la gran afinidad que existe entre el cuerpo de la mujer y el territorio. Cuando marco con mis banderas, con mis insignias, el cuerpo de la mujer, estoy marcando su anexión a mi capacidad de Estado transnacional. Y una de las formas de todas las religiones, y no sólo de la católica, es marcar los cuerpos siendo esta marca omnipresente. (...) Lo que da los puntos de encuentro son las prácticas. Muchos han dicho que en las visiones culturales la mujer siempre está asociada a la Naturaleza, es el gran útero, la Madre Tierra, se la vincula con una cierta pasividad de la Naturaleza frente a la acción del Hombre. Yo no hablo de la tierra, me refiero al territorio en sentido político. Las prácticas guerreras muestran la manera hegemónica de entrar el cuerpo de la mujer en la ideología, en la representación colectiva: siempre tuvieron ese correlato de la conquista de un territorio, la anexión del cuerpo de las mujeres, la inseminación por violaciones individuales o colectivas, su esclavización para servicios sexuales”. Esa marca perenne sobrevive y goza de buena salud, como bien lo indica este caso. El condenado por este crimen, que claramente encubre a otros, no podría enunciarlo de esta manera, jamás diría que ajustició al género femenino por soltar al mandato de la casa y la crianza, pero de su declaración textual surge esa trampa del lenguaje donde hasta los más vivos quedan pegados: Lasi dijo que “acabó”, dijo “tuvimos relaciones”, dijo “accedí a ellas”.
Despentes narró en Teoría King Kong una violación que la tuvo como protagonista en sus años de juventud. Pero volvió a salir a la ruta y a hacer dedo para llegar a los recitales de sus bandas preferidas. No hacerlo la hubiera matado. Un riesgo que prefirió correr en el campo de batalla que entre las cuatro paredes de su casa.
Recuerdos de provincia
“No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte de la mujer, pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio”, escribe Selva Almada en la primera parte de Chicas muertas (RH), el libro que acaba de publicar pero que tiene sus años de historia. Años donde no casualmente se instaló la palabra femicidio y la violencia de género recrudeció sus aristas hasta sofisticar sus procedimientos, como en la modalidad del fuego y el refrán repetido de los agresores cuando los interrogan: “Se quemó sola”. Solita.
Almada viene con el proyecto de escribir sobre estas muertes desde 2008, especialmente la de Andrea Danne, una chica de 19 años que fue apuñalada mientras dormía en su casa de San José, un pueblo cercano a su Villa Elisa natal, en la provincia de Entre Ríos. Su asesinato ocurrió el 16 de noviembre de 1986 y cuenta Almada que esa historia le puso los pelos de punta. Ni siquiera tu casa es un lugar seguro, pensó entonces. Por el crimen se sucedieron varias hipótesis, sobre todo aquella que marcaba que la habían matado sus propios padres. Sin embargo, las investigaciones de Almada ahora reviven lo ocurrido entonces: horas de interrogatorios a un círculo que repetía siempre lo mismo, que nadie sabía por qué ni quién pudo haberla matado.
Las otras dos muertes que relata Almada tienen ese mismo escenario, pueblos de provincia donde los rumores se oyen más fuerte que las verdades dichas a los gritos. María Luisa Quevedo tenía 15 años cuando fue asesinada, el 8 de diciembre de 1983, en la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña. Estuvo desaparecida unos días y su cuerpo fue hallado sin vida, violado y estrangulado, en un baldío. Nunca nadie fue procesado por el asesinato. Sarita Mundín tenía 20 años la última vez que la vieron con vida, el 12 de marzo de 1988. Sus restos aparecieron mucho después pero su madre siempre dudó de que sea ella ese conjunto de huesos pelados. Pidió un ADN y la pericia le dio la razón, sin embargo nunca se supo qué pasó con Sarita ni de quién eran esos huesos de mujer que aparecieron en el medio de la nada.
Chicas muertas trenza estas historias, sus sospechas y testigos, con los recuerdos de una narradora que, como sus protagonistas muertas, creció en un pueblo provincial y se acostumbró a las historias como se acostumbra una al desayuno: a fuerza de repetición. Así describe a la vecina golpeada que recibe tan “bien” los golpes que ya ni se le notan, a esa que secuestraron y no pararon de violar en el medio del campo hasta que pudo escaparse y rehacer su vida con su novio de siempre, a la que visitaba a su tío a cambio de favores de dinero y que le dio el pase a su hija cuando la superó en buenas curvas. A la que se cansaron de penetrar en patota porque era demasiado histérica y cuando ya no aguantaron los cuerpos le dieron con una botella, como para que aprenda. Algo de ese espíritu “solidario” que se enciende entre machos cuando alguno sufre por una conchuda, y que sólo se calma cuando la violencia sexual marca quién realmente la tiene más grande. “Siempre me interesó la violencia y la violencia contra las mujeres me interesa básicamente porque soy mujer, y porque si bien la mayor parte de las noticias sobre femicidios son urbanas, en el interior hay una violencia latente, permanente, que por momentos explota, que es muy distinta de la violencia urbana. No hay motochorros.
Pero sí hay dos tipos que se toman un par de copas de más y se acuchillan en un bar. También empezar a pensar estos casos y mi relación con este tema me hizo dar cuenta de que yo también había sufrido violencia. Creo que no debe haber ninguna mujer que pueda decir ‘nunca fui objeto de violencia’. Se naturaliza tanto que termina siendo aceptado como parte de ser mujer. Me interesan todas esas pequeñas anécdotas cotidianas que también tienen que ver con que en algunos casos se llegue al extremo de la muerte.
Mostrar que convivimos a diario con esas pequeñas manifestaciones violentas y una misma lo toma como ‘bueno, qué sé yo, no pasa nada’, dice y evoca ese jefe pesado que tuvo hace algunos años y que pasaba por las espaldas de sus empleadas tratando de hacerles masajes. ‘A mí me lo hizo una vez y le dije nunca más, pero cuando les preguntaba a mis compañeras por qué dejaban que este nabo venga y las toque, me decían ‘pero es un boludo, dejalo, no te va a hacer nada’. Y en este ‘no te va a hacer nada’ o ‘no te va a violar’ hay otro mensaje. Esa cosa que yo también naturalicé, porque de otro modo le hubiera metido una denuncia, es la que me interesa y que quise contar en el libro. Esa que pensamos: ‘Bueno, no, hacerle una denuncia es una exageración. El tipo es un pajero pero no pasa nada’. Esas ‘boludeces’ que muchas veces terminan yéndose a la mierda: Mangeri, que la conoce a Angeles Rawson desde los 6 años y la termina matando”, dice y explica, tan bien como su libro, que en el interior está todo mucho más mezclado, en esos pasos de tragicomedia donde el agresor es el cuñado del que te toma la denuncia. Y ni qué hablar del ruido que se arma en torno de cualquiera que levante polvareda, sobre todo si lleva pollera. “Hace unos años explotó en mi pueblo la historia de una chica que escribió un libro, supuestamente basado en una historia que le había contado una amiga, y resultó que en realidad era su propia historia de vida.
La escritora era la hija de un tipo que muchos años fue intendente del pueblo, y lo que ella estaba contando era un abuso intrafamiliar, hacia ella y sus hermanas. Era un intendente muy respetado, un tipo muy querido. Yo lo había tratado bastante, era un tipo que parecía muy paternal. Para mí fue muy impactante. Obviamente en el pueblo saltaron a decir que era una mentirosa, otro síntoma muy común en las tramas de abuso. Entonces estas historias de violencia que muchas veces terminan en crímenes están lamentablemente avaladas por nosotras las mujeres desde distintos frentes: desde la que dice ‘es un pajero pero no va a hacer nada’ hasta la madre que no le cree a la hija, que prefiere a su marido antes que a su hija. Es terrible pero somos las propias mujeres las que reproducimos ese discurso patriarcal y misógino, y esas mujeres siguen criando hijos machistas. Yo veo un panorama bastante desolador y me parece que las redes sociales también alimentan la misoginia, el machismo, el bastardear anónimamente a una mujer porque sí, en clara diferencia con los varones”.
Fuente:www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/
La autora:
Página en facebook :
Selva Almada nació en Entre Ríos en 1973. Publicó sus primeros relatos en el Semanario Análisis, de la ciudad de Paraná. Allí dirigió, entre 1997 y 1998, la revista CAelum Blue.
En 2003 editó Mal de muñecas –Editorial Carne Argentina-, en 2005 Niños –Editorial de la Universidad de La Plata-, en 2007 Una chica de provincia -Editorial Gárgola-, en 2012 El viento que arrasa -Mardulce Editora-, y el e-book Intemec -Editorial Los Proyectos.
La revista Casa, de Casa de las Américas, publicó su cuento El desapego es nuestra manera de querernos (Cuba, 2006).
Relatos suyos integran las antologías Una terraza propia –Editorial Norma- y Narradores del siglo XXI –Programa Opción Libros del GCBA-, ambas editadas en 2006; De puntín -Editorial Mondadori, 2008; y Timbre 2 Velada Gallarda -Editorial Pulpa, 2010. También participa de la antología Poetas Argentinas 1961-1980, editada por Ediciones Del Dock en 2007.
Su cuento El llamado fue traducido al alemán e integra la antología de narradoras argentinas Die nacht des kometen, publicada por Edition 8 (Alemania, 2010).
Becaria del Fondo Nacional de las Artes (2010).
Forma parte del colectivo que organiza el ciclo de lectura Carne Argentina .
Fuente;
Blog de la escritora Selva Almada en : unachicadeprovincia.blogspot.com.ar
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario,opinión,sugerencias...