martes, 27 de agosto de 2013

Silvia Hopenhayn Hombres por Mujeres



Respetaré eternamente a los libros y estarán siempre por encima de cualquier otro formato de lectura, pero lo cierto es que en la era de internet, las redes sociales, la TV digital, una ha podido acceder a lecturas  libros , autores, personalidades, información... que para quienes vivimos en lugares alejados de lo que antes se decía y se usaba tanto "la metrópolis" hoy se ha convertido en algo real y posible e incluso con la inmediatez  de acceder en nuestros hogares y disfrutarlo cómodamente en el caso de que contemos con una PC o TV.sencillamente.
Cuando trabajaba en la zona rural, en escuelas "del campo" entrerriano grababa (por ese entonces sólo contaba con una videograbadora de cinta HVS) los programas de Canal "a" y entre ellos figuraba dentro de mis favoritos los que conducía y sigue realizando Silvia Hopenhayn.




A veces con interrupciones por los avatares de mi vida trashumante,y otras razones  perdía algunas emisiones o ciclos, sin embargo hoy tengo la posibilidad de rescatarlos vía las grabaciones online , o las repeticiones del propio canal.
Anoche vi uno de los programas del Ciclo : "Hombres por mujeres"una continuación de lo que fue "Mujeres por hombres" cuya sinopsis el canal lo describe así:"

Hombres por mujeres
Silvia Hopenhayn nos presenta una serie en la que, junto a reconocidos escritores, analizan la creación de los grandes personajes masculinos, escritos por mujeres. Cómo se piensa y se crea un personaje del sexo opuesto? En cuanto influye la personalidad? Luego del reconocimiento de “Mujeres por hombres”, Silvia nos trae una continuación con “Hombres por mujeres”.

En el caso de anoche estuvo dedicado a Clarice Lispector y su novela "La hora de la estrella"



La hora de la estrella en portugués A hora da estrela es una novela escrita por la autora brasileña Clarice Lispector publicada en 1977, poco antes de su fallecimiento. La novela narra la historia de su protagonista Macabéa, una muchacha procedente del noreste de Brasil que se muda al corazón económico del país, Río de Janeiro, y que no está consciente de su aparente infelicidad.
El libro recibió su edición en el idioma español en 1989 con una traducción realizada por Ana Poljak y que distribuyó Ediciones Siruela.
La historia fue llevada al cine por Suzana Amaral a través de una película que se estrenó en 1985 y que ganó el Oso de Plata a la mejor actriz en el Festival Internacional de Cine de Berlín en su 36° edición.

A Hora Da Estrela en versión portugués y subtítulos en inglés

En 1977 Clarice Lispector concedió unos meses antes de morir una entrevista ,para la TV brasileña, el video está en portugués , debajo está parte de la entrevista en español transcripta en un blog al que pueden acceder a través del enlace siguiente:

Panorama com Clarice Lispector

Transcripción:
“Cuando no escribo,
la vida se me vuelve intolerable”

Julio Lerner: - Clarice Lispector, ¿de dónde viene ese “Lispector”?

Clarice Lispector: -Es un apellido latino, ¿no es cierto? Yo le pregunté a mi padre desde cuándo había Lispector en Ucrania. Él me dijo que desde generaciones y generaciones atrás. Supongo que ese apellido fue rodando, rodando, perdiendo algunas sílabas y formando otra cosa que parece… “lis” y “peito” en latín… Es un apellido del que, cuando escribí mi primer libro, Sergio Milliet (yo era entonces completamente desconocida, por supuesto) dijo: “Esa escritora de apellido desagradable, ciertamente un seudónimo…” No lo era, era mi verdadero apellido.

-¿Usted llegó a conocer a Sergio Milliet personalmente?

-Nunca. Porque yo publiqué mi primer libro y me fui del Brasil para viajar, porque me casé con un diplomático brasileño, de modo que no conocí a quienes escribieron sobre mí.".-

Continuar leyendo en : Transcripción en español entrevista a Clarice Lispector
Fuente: cartografiasdesplegadas.blogspot.com.ar/




Algunas fotos de Clarice:




No he encontrado aún la grabación del programa dedicado a Clarice Lispector en "Hombres por mujeres", sí el Capítulo 1 del Ciclo "Mujeres por hombres" que dejo para que lo vean si les agrada la invitación:



Mujeres por Hombres - Capítulo N° 1

Dedicado a "Ema Zunz de J.L.Borges

De paso les dejo una sinopsis del libro publicado por Silvia Hopenhayn "Elecciones primarias "(una deuda pendiente).



Quien cuenta es, al mismo tiempo, la mujer adulta del presente y la chica que va a la escuela primaria en la Buenos Aires de los años setenta, en medio de los temblores de la vida diaria, la agitación política, las bombas y las desapariciones, y donde también hay lugar para entusiasmos, descubrimientos y deseos. Esa narradora escribe sin pausas, para que nada nuevo se adhiera a los viejos recuerdos, pero también sin benevolencia y sin pruritos: lo más lejos posible de la pretenciosa sensatez adulta.

Con inusual pericia, Silvia Hopenhayn ha escrito una novela distinta, en la que las palabras caen en la página como piedras en un estanque: rotundas, inapelables. Y sale ganadora de un doble desafío: contar los años de la primera escuela como el territorio escarpadoen el que imprevistamente se alzan un escollo o una amenaza; y hacerlo por el surco de la memoria, esa guía capaz de mostrarnos la infancia como en un espejo, para que advirtamos cuánto seguimos pareciéndonos a nosotros mismos.

“Es la feroz inocencia de la infancia en todo su desparpajo, su lucidez indómita, puesta a dibujar el deslumbramientodel mundo que es la escuela. O viceversa, la escuela como mundo. Se trata de una ascensión: de segundo a séptimo, grados que son gradas en el camino
de aprendizaje.”

Luisa Valenzuela

“¿Fue Degas el que dijo que había que hacer un cuadro como quien comete un crimen? ¿Y una novela? ¿Una novela cómo se hace? En este libro admirable se eligen cada una de las prendas, cada una de las víctimas, cada una de las circunstancias, cada uno de los candidatos diurnos (en calidad de resto) para perpetrar en la noche oscura de la memoria esta ceremonia preciosa.”

Luis Chitarroni

“Silvia Hopenhayn genera formas inéditas de acceder al cuerpo del lenguaje desde el erotismo y el humor de los años tiernos.”

Liliana Heer

“Las buenas novelas lo logran: captan una voz y, con ella, plasman un mundo entero. Si esa voz es la de una niña, como en Elecciones primarias, y el mundo plasmado es el de la infancia, el resultado es este prodigio de curiosidad y timidez, de miedos y de deseos que se entreveran.”



Martín Kohan


Silvia Hopenhayn en Los siete locos con Cristina Mucci

















domingo, 25 de agosto de 2013

Alfabeto arquitectónico


Tuve siempre lo que se dice una "fea" caligrafía, o por lo menos a mi nunca me gustó mi letra;  tanto en la primaria, como era el estilo en los años que cursé , allá por los 60 y pico hasta que culminé los estudios inclusive terciarios ,siempre escribí en forma manuscrita ( no tenía  máquina de escribir ,lo que se usaba en ese entonces) y en letra cursiva; jamás pude usar la imprenta aunque lo intenté varias veces.
Envidié la caligrafía de unos cuantos compañeros y amigas e incluso trataba de copiarles la letra sin éxito alguno.

Mis apuntes y borradores que aún conservo de la época de estudiante son a mi parecer una excelente muestra de lo que digo;como docente me esforzaba en la escritura de actas u otro documento que hubiera que escribir o presentar.Cuando se comenzó a usar el procesador word y la impresión  fue para mí un alivio, la tecnología me daba una gran mano en esto de la escritura .

Eso sí tuve desde niña una admiración por los abecedarios, los libros de alfabetos, no conocía aún los cientos de libros dedicados a la caligrafía, las tipografías;sólo me limitaba a ver y observar lo que encontraba en bibliotecas  escolares y en las revistas de manualidades;sí ,de manualidades y labores ya que en ellas aparecen moldes,patrones, etc, para dibujar y luego coser,bordar, tejer,estampar, pintar o cualquier otra tarea que requiera realizar una caligrafía ,una letra, un nombre sobre un género, tela,tejido o materiales diversos.




Cuando me convertí en una coleccionista virtual de libros y material de mi aficiones hallé obras inimaginables referidas a este tema : la "literología" , entrecomillado pues no existe la palabra en español aunque sí la he encontrado en inglés y, otros idiomas como el sueco : Letǝrälǝjē.(1)

1-LETTEROLOGY Letǝrälǝjē | noun 1. The study of characters and symbols of an alphabet representing one or more sounds used in speech. 2. written, typed or printed communication in the form of a document, a book, or manuscript. 3. literature: the world of letters 4. printing a style of letters, text or marks on paper or other substrate. 5. ephemera containing printed text and decorations 6. the intersection of typography, books and design.

LETTEROLOGÍA  Letǝrälǝjē | sustantivo 1. El estudio de los caracteres y símbolos de un alfabeto que representan uno o más sonidos utilizados en el habla. 2. escrito, escrito o impreso de comunicación en forma de un documento, un libro, o manuscrito. 3. literatura: el mundo de las letras 4. imprimir un estilo de letras, texto o marcas en el papel u otro sustrato. 5. efímero que contiene texto impreso y decoraciones 6. la intersección de la tipografía, los libros y el diseño.(2)

2-Fuente:: letterology.blogspot.com.ar/

Entre tantas obras que he ido archivando hay una que me parece maravillosa, es la deAntonio Basoli y se titula: Alfabeto pittorico (1839)


Antonio Basoli  fue un artista italiano, pintor, grabador, dibujante, diseñador de interiores, escenógrafo y profesor de la Academia de las Bellas Artes de Bologna, Italia. Nació en 1774 y falleció en 1848.

Basoli trabajó como diseñador de escenarios y telones así como decorador de distintos teatros en Bolonia, tales como el Teatro Marsigli Rossi, el Teatro Comunale di Bologna y particularmente el Teatro Contavalli (1814).
Además de las decoraciones para estos teatros también ornó algunos palacios de la ciudad, como el Palazzo Rosselli del Turco, el Palazzo Sanguinetti, y el Palazzo Ercolani.

No se tiene conocimiento de la mayoría de sus obras sólo a través de referencias como bocetos de estudio, acuarelas y grabados, entre las cuales destacan las aguatintas de la Collezione di varie scene teatrali, empezadas en 1821. Se le ofreció a Basoli trabajos en teatros de Roma en 1815 y de Napoles en 1818, a petición de Gioacchino Rossini, pero rechazó ambas.


Obras
Raccolta di prospettive serie, rustiche e di paesaggio (1810)
Guarnizioni diverse di maniera antica (1814)
Porte della città di Bologna (1817)
Esemplare di Elementi d'Ornato che contiene lo studio della pianta d'accanto (1817)
Collezione di varie scene teatrali (1821)
Compartimenti di camere (1827)
Vedute pittoresche della città di Bologna (1833)
Definizioni geometriche (1837)
Raccolta di diversi ornamenti (1838)
Alfabeto pittorico (1839)

Esta última obra, el "Alfabeto pittorico" de 1839 es a la que quiero referirme .

Basoli  realizó este Alfabeto Pittorico en 1839 como un álbum de veinticinco litografías, cada una con una letra del alfabeto inspirada en un tipo de arquitectura única .
Basoli no utilizó para este álbum ni la letra “J” ni la “W”, pero sí añadió un signo que antiguamente era parte del alfabeto inglés, el &. 

Dejo para apreciar las que forman una de las palabras que da título al blog: 














viernes, 23 de agosto de 2013

Relatos de libros "Felicidad clandestina"




Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa.

Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad.

En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china.

Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar.




Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.Pero las cosas no fueron tan sencillas.

El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo?

Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos.

Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba.

Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

 -Vas a prestar ahora mismo ese libro.
Y a mí: -Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.¿Cómo contar lo que siguió?

Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.Al llegar a casa no empecé a leer.

Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes.

Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.



Felicidad clandestina 

Clarice Lispector

Máquinas de leer


Agostino Ramelli (1531-Ponte Tresa, Suiza-1600) fue un ingeniero e inventor italiano que trabajó al servicio del rey Enrique III de Francia.

En 1588 Ramelli publicó el libro "Las diversas y artificiosas máquinas del capitán Agostino Ramelli de Ponte Tresa", en el cual presenta varios diseños de ingeniería, incluyendo bombas y un posible precursor del motor Wankel.

En la actualidad este libro sigue siendo impreso y vendido, constituyéndose en una obra clásica de la ingeniería del renacimiento.
Su invento denominado la "rueda de libros" es un aparato mecánico que contiene diversos volúmenes de libros y le permite al lector encontrar un texto en cualquier posición.
Una anticipación del libro digital,bibliotecas virtuales, los e-books y la hipertextualidad en cierto modo.

Le diverse et artificiose machine del Capitano Agostino Ramelli 1588
Título completo en italiano.
Ramelli, Agostino, Le diverse et artificiose machine del Capitano Agostino Ramelli Dal Ponte Della Tresia Ingegniero del Christianissimo Re di Francia et di pollonia : nelle quali si contengono uarij et industriosi Mouimenti, degni digrandißima speculatione, per cauarne beneficio infinito in ogni sorte d' operatione, 1588.

En su juventud  estudió matemáticas y arquitectura y sirvió en el ejército de Carlos V , alcanzando el grado de capitán.
En 1571 se trasladó a Francia al servicio del duque de Anjou , futuro rey Enrique III ( 1551 - 1589 ), fue designado por él como su ingeniero. Con esta función participó en el asedio de la Rochelle , en la que fue herido, hecho prisionero por los hugonotes y luego liberado por la intercesión del duque.

Su fama proviene de obra: "Las diferentes edades de la máquina artificial del capitán Agostino Ramelli Dal Ponte Della Tresia Ingegniero Christianissimo del Rey de Francia et Pollonia: en la que están contenidas uarij et Mouimenti industriosa, digna digrandißima speculatione para cauarne beneficiarse infinito en todas las clases de 'operatione ".

La obra dedicada al rey de Francia, publicada en París en 1588 , consta de 195 capítulos, cada uno de los cuales contiene una ilustración y la descripción en francés e italiano de un equipo diferente.

Hay una  máquina de elevación de agua (Norie, tornillos de Arquímedes y una gran variedad de bombas), también hay varios tipos de molinos, sierras hidráulicas y otras máquinas accionadas por energía hidráulica, así como grúas, fuentes e instrumentos militares de interés.
Entre estos últimos un revolucionario tanque anfibio cuya estructura, formada por tablones de madera, se estanca. Cuando se mueve en un terreno utilizado en las cuatro ruedas normal, pero si tuviera que cruzar cursos de agua utilizado dos ruedas de paletas, de uso manual.

Recientemente se ha hecho popular la rueda de libros, una especie de atril giratorio para permitir la consulta simultánea de varios textos, que a pesar de ser quizás la menos útil de los 195 máquinas, fue considerada por algunos como un precursor de los modernos sistemas de hipertexto .
Las máquinas de Ramelli utilizan todo tipo de engranajes que se han utilizado en los siguientes siglos y varios tipos de válvulas.

La obra se puede ver y consultar completa online a través de este enlace:







La rueda de libros
El "Theatrum machinarum"
El diseño de Ramelli fue copiado por autores posteriores. Aparece en "Theatrum machinarum" de Heinrich Zeising, impreso por Henning bruto y, posiblemente, grabado por un joven Andreas Bretschneider.

La rueda de libro mejorada de Grollier



Una traducción al Inglés de la obra de Ramelli es:

"Las diversas e ingeniosas máquinas de Agostino Ramelli. Un XVI Siglo Ilustrado tratado clásico sobre Tecnología. Traducción y estudio biográfico de Martha Enseñe Gnudi. Anotaciones y glosario por Eugene S. Ferguson," New York, Dover, 1976.
Agostino Ramelli, et Diferentes máquinas artificiales. En 1588 . Banco BSI-italiana de Suiza, Lugano 1992.
Edición en inglés:
The Various and Ingenious Machines of Agostino Ramelli: A Classic Sixteenth-Century Illustrated Treatise on Technology
RAMELLI, Agostino

Editorial: Dover Publications / Scolar Press, New York, 1987

sábado, 10 de agosto de 2013

Amparo



Dicen que porque soy fotógrafo registro la vida con otros ojos. Puede ser, pero también puede ser a la inversa: tener esa capacidad de asombro ante cada detalle me hizo inclinarme por la tarea que amo hasta el delirio, aunque es pasión que  va en segundo término, porque primero está Amparo, indiscutiblemente.

Comencé con la fotografía como todos, casi jugando. En mi casa no había nadie que anduviera en esos menesteres, y sólo han quedado de mi niñez algunas fotos sacadas por el tío Carlos, el más innovador de todos, el único que tenía una máquina cuadrada, negra, tosca, con la que armaba un ritual:
-… a colocarse en pose, vos más cerca que no te toma la cámara, vos más arriba, agachate que la tapás a fulana, vos…
La familia quedaba retratada en las vacaciones, en blanco y negro, alta resolución. El tío Carlos se llevaba la máquina cuando volvía a Buenos Aires y en ella íbamos encerrados todos los primos, presos, duros, tiesos, hasta que las revelara y las mandara en sobres prolijos y rotulados con la dirección escrita justo en el medio.
Era una fiesta abrirlos y no podíamos con la urgencia que nos hacía saltar como muñecos destartalados.

Papá nos ponía en orden y abría demasiado morosamente ese tesoro, sabedor de que el juego del poder estaba de su parte. Cuando al fin salían las fotos, las mirábamos una a una y recuperábamos un poco de nuestra identidad, porque tío Carlos nos había robado un tiempo precioso que había sido de nosotros y ahora lo retornaba, en pedacitos. El regreso no nos devolvía el ayer y sus gozos, pero al menos, nos quedaba una tajada plantada en grises suaves que año a año se iban perdiendo…

Los primos son, ahora, una mancha apenas borroneada en la superficie. Los he tratado de recuperar en mi escáner, pero se han ido, se han perdido, se han quedado colgados en el pasado, se han congelado en un tiempo extraño en el que todos sonreímos como si estuviésemos vestidos de estatuas tontas.
El aire fresco de nuestras risas no se escucha, no se siente el eco cantarino del agua entonces clara, no se advierten los gritos de la playa en fiesta, no se ven los cuerpos maduros sorbiéndose el sol en las esteras…No se atrapa la vida. El tío Carlos habrá sido innovador, pero jamás fue apasionado.
A esa etapa le habían seguido las fotos de circunstancia en la Casa del Arte, en donde me topé con una sorpresa: quien tomaba las fotos era una mujer. Terminada la ceremonia de la Comunión, duro de paquete, marché a la toma angelical y recatada que era de uso y abuso: el reclinatorio decorado con femenino esmero, la pose neutra para significar que estaba cerca de los ángeles, la Virgen y Dios, el moño blanco impecable enmarcando el largo del brazo y demostrando la pureza, y la voz de la fotógrafa pidiéndome sonrisas, serenidad, con singular modulación, con sugestivo encanto.

De ahí en más, las camaritas que se pudieran, porque plata no había para esas cosas lujosas, y  la decisión final: irme a probar destinos en la Gran Ciudad, siempre pospuestos, por un motivo o por otro. Cursos en Academias, esfuerzo, hambrunas, puestitos sin importancia y el acceso al diario y alcanzar la felicidad, (porque eso era lo que amaba), fueron los siguientes escalones. Pero no era suficiente, yo quería algo más.
Y ese algo más, llegó con Amparo. Los desnudos que le hice también están en blanco y negro, pero viven, viven, viven… Ella persiste en esas fotos, está allí, mostrando sus pechos altaneros, la exacta curva de su cintura, su nuca deliciosa, sus cabellos volando como si fueran garzas, sus manos desleídas sobre los muslos redondos y morenos, sus ojos cerrados como si estuviera adormecida.
Aquella tarde inicial, su voz respondió a mi llamado como si me estuviera esperando. Me dio su teléfono un compañero de tareas, solidario como pocos, sabedor de que ese concurso de desnudos artísticos eran tentador y redituaría sus buenos dividendos.

Zabalía me lo dijo, sin vueltas, al mejor estilo de amigazo: - Esa mina vale oro, viejo… es una estatua griega que camina…llamala, haceme caso, salís primero, papá…
Dudé, soy algo tímido, lo reconozco. Di vueltas y más vueltas y entrando el atardecer, entusiasmado por un crepúsculo brillante y luminoso, me aferré al teléfono y marqué el  número que también marcaría mi destino. Contestó con elegancia, mucha calma y practicidad. Fijamos el lugar de la cita y me sentí poderoso.
Me dijo que era porteña, yo la noté fina y distinguida. Sus palabras medidas y económicas me dieron a entender que posaba para pagarse sus estudios de Literatura, pero que no era su ocupación definitiva, que todo era provisorio y precario. Fue la primera vez que le escuché decir eso. Pronto lo repetiría una y otra vez. Amparo decía con presteza, usando a la manera de leit motiv, comúnmente, dos calificativos: todo era  precario y provisorio.
Parecía tener un sentido de los sucesos muy distinto al mío, que pensaba que todo era para siempre. No se aferraba a las situaciones ni a los sueños, los mutaba de continuo. ¿Podría calificarla de pragmática? Hoy diría que era intuitiva, que tenía un sexto sentido para las cosas, que adivinaba entre líneas… pero ya no tiene caso. ¿A qué divagar? Era así, hasta sensata, diría.
Aún cuando su desempeño como modelo no era el destino que había elegido como definitivo, manejaba muy bien su trabajo y lo hacía con gran destreza. Era un sueño esa mujer y, fotografiarla, suponía íntimo regocijo.
Por lo general, me había dedicado a paisajes, y mi atrevimiento con el desnudo obedecía más a la necesidad de instalarme en el medio y ser reconocido, que a pasión verdadera. Pero lo de Amparo fue demoledor: fotografiarla pasó a ser mi pasión. ¿O mi obsesión?
Cada vez que programábamos una sesión de fotos, yo preparaba el estudio como si se tratara de una misa pagana. Siempre había flores, fuentes que cantaban pequeños suspiros de agua leve, alfombras tibias, cortinas en resguardo y la consiguiente parafernalia técnica que cada vez era más sofisticada, pero inútil, porque a ella casi siempre la tomé con la primera cámara que tuve como propia: era vieja, cuadrada y tosca como la del tío Carlos. Sin embargo, yo amaba sus formas difíciles y el sólo tacto de su superficie áspera prendía la chispa de la pasión y el deseo.

Amparo hacía lo suyo, como si fuera una sacerdotisa. Se quitaba la ropa con giros breves, la dejaba caer exactamente en donde debía, pero con desgano. Se iba descamando de velos y telas para emerger como la Venus de Botticelli naciendo de las aguas, lejana y sin ningún pudor, segura de su encanto. Luego, venía el paso imprescindible y, sin palabras, ejecutaba su propio ritual: me miraba, me encendía, me prendía fuego y luego, con un gesto sutil y como al acaso, iba entrecerrando sus ojos hasta que las pestañas inmensas y tupidas se abrazaban unas con otras y se unían en un cerco de pelo espeso y brillante para negarme sus ojos. Segura de su magia, suspiraba y comenzaba a moverse al compás de una música que sólo oía en su interior.
El silencio más absoluto nos rodeaba, pero nuestros mudos corazones cantaban y sé que era la misma canción.

Parece un absurdo lo que diré aunque ya estoy acostumbrado a mis paradojas : noto que he acariciado la piel de Amparo de todas las formas posibles, pero la más apasionada ha sido aquella en la que estuve lejos, detrás de la cámara, sorbiéndome cada tramo de su intenso cuerpo como si fuera un vino profundo y delicioso.
Razón había tenido Zabalía: saqué el premio y toqué el cielo, las nubes y hasta la barba de Dios, esa que me mostraba la tía cuando era mi catequista.
Cuando lo supo, ni se inmutó, sólo esbozó una seductora sonrisa, cerró los ojos, entrelazó las pestañas y me negó las pupilas. Sentí que jamás podría prescindir de su presencia .No se lo dije, se lo hice entender de otro modo, mucho más directo .Consintió, serena y suave, hasta que el  huracán se desató en el lecho y la barba de Dios tuvo la textura de su pubis de seda.

Entonces, sonaron campanas. Sonaron campanas porque el cuerpo  vibró como si un ruido inmenso entrara en él y lo sacudiera, como si un látigo lo recorriera por entero. Sonaron campanas. Yo sé que eran de fiesta, de redobles de gloria, de alegría, de un tono grandioso. Sonaron campanas. Yo sé que  eran campanas inmensas como catedrales, altas y firmes, sonoras y puras, llenas de la luz que atraviesa los vitrauxs destilando colores y dibujando nubes doradas. Sonaron campanas. Las escuché con unción, en el silencio puro del alma, en el vacío que se hace espera, regocijo, calma y serena magia.
Por un momento, creí que la respiración habría de cesar y que mi corazón estallaría como un inmenso globo rojo reventando en fuego vivo. Por un momento, su piel fue leve, escasa, apenas el envoltorio del cuerpo conmovido, de la boca abierta como una flor sin manchas, pura gracia. Por un momento yo estuve a solas con mis recuerdos, con mis días niños, con mis esperanzas, con mi fe que tintineaba como campanilla. No hubo nadie más que los dos, aunque estuviéramos en medio del mundo y su bullicio.

Amparo no solía usar joyas, parecía no necesitarlas. La mejor de todas era su piel…y alcanzaba. Recuerdo que otra tarde, concluida ya la rutina reiterada, noté que movía su brazo derecho en dirección al hombro izquierdo, levemente, como si una araña imperceptible recorriera la cuesta del brazo en descanso… La mano siguió el trazado con dulce suavidad, y abrió el cuenco en que se había convertido para dejar caer el tesoro en custodia; entonces fue que comenzó a correr por la espalda soberbia y desguarnecida, un hilo de perlas. Levantó en cámara lenta el mentón y su nariz perfecta fue cortando el espacio, lentamente, hacia lo alto. El pelo moreno y largo se deslizó cubriendo con claras brechas de luz  la superficie laxa. En ese momento dejó desmayar las perlas, suavemente…No pude menos que realizar la toma, en medio de una conmoción absoluta. Amparo me tiraba perlas, me retaba a duelo con la emoción, me jugaba joyas para que me atreviera y creara…

La seguí en sus contoneos felinos, la perseguí, giramos en un extraño baile sin música ni coreografía establecida. A veces, al ritmo de un vals lentón, a veces el duelo se acercaba a una tímida balada y quizás, en ciertos momentos, hasta danzamos, intensos, sin rumbo alguno…Las fotos fueron creciendo – (perlas, al fin…) -  y al cabo del proceso, quedó fijada en la placa como si se tratara de una obra renacentista.
Esa toma me sirvió para lograr una resonancia impensada, se hizo famosa y pronto logré el reconocimiento que no había buscado pero que llegaba, ahora, de su mano y gracias a su embrujo.
Yo no hacía otra cosa que apresar lo que ella me entregaba. Éramos dos  en ese juego maravilloso de empatías y transferencias. La magia crecía como un velo envolvente y los dos estábamos presos en sus fauces. Mi destino precario de fotógrafo sin nombre ni brillo había cambiado  y mis desvelos habían partido, junto con las dudas y los fracasos. Estaba en otro espacio al que no se me habría ocurrido asomarme jamás.

Poco a poco, bajo su mano graciosa y prolija, el nuevo departamento que nos cobijó fue adquiriendo un curioso aspecto. Ella no gastaba demasiado en adornos, prefería el detalle creativo, el reciclado elegante antes que el señorío impersonal, al que solía calificar de presuntuoso y tilingo. Tenía un exquisito gusto y podría decir que nuestra casa tenía carácter, que era acogedora y extraña, con algo de misterio y mucho de encanto. Le gustaba jugar con la luz y sabía aprovechar los soplos que la claridad le ofrecía.

Convinimos en que cada uno de nosotros tendría su propio escritorio y hubo un acuerdo tácito en respetar la privacidad necesaria para desarrollar nuestras tareas sin interferencias. Eligió para sí el cuarto más pequeño y me cedió el de mayor amplitud. Levanté mi antiguo taller y me trasladé con mis bártulos a este nuevo sitio.
Amparo adosó estantería a las paredes y un buen día, comenzó a llenarlas con sus libros, innumerables  y variados. Allí instaló su computadora y un aparato musical viejo que me comentó que era único en su género y había sido armado por un tío. Siempre hay un tío, pensé, qué casualidad…
Yo aproveché el bañito del fondo para la sala de revelado y mis escenarios para las tomas fueron a dar a una pieza llena de luces, cosa que agradecí infinitamente, porque es vital para mí.
En ese mundo estructurado con consenso y en paz, comenzamos a vivir un clima de creaciones. La casa pronto se llenó de buenos rumores. Nos sentimos cómodos y felices.

A veces, nos reuníamos en el living, y  me mostraba algunas de sus obras, en tanto yo le acercaba mis últimas fotos y compartíamos comentarios que siempre resultaban interesantes, calmos y enriquecedores. Pasábamos momentos deliciosos, nos complementábamos y nos divertíamos con sus salidas. Tenía muy buen humor, hacía señalamientos agudos, festejaba cada hallazgo en las fotos, subrayaba los logros de sus poemas, pedía mi aprobación o mi crítica.
Así era todo con Amparo: una fiesta que ella se esmeraba en ejecutar con modos suaves y ritmo febril, porque era verdaderamente pura energía.


Tiempo más tarde comenzarían los inconvenientes. La vida hubiera seguido en ese ritmo tierno y atrapante, si no hubiera descubierto ciertas molestias para su salud. No mostró alarma, buscó información y especialistas y al cabo, todo pareció haber sido un mal sueño. Al menos, así me lo comunicó.
Me pidió que la dejara sola en esa empresa. Privilegié su intimidad y su pudor y la respeté. Confiaba en ella, pero sentí el avispón del peligro vagando con ecos mudos por nuestros días encantadores.

Todo sucedió muy rápido, demasiado, quizás tanto que no me dio tiempo a pensar, siquiera. No se había zanjado el problema y Amparo decayó, lentamente… Inútiles fueron los intentos del médico. Había negado tanto el cuadro que el descubrimiento se produjo pocos meses antes de su partida. No hubo alternativa posible, sólo el discreto calmar de dolores con remedios, y la tranquilidad.
Me pidió que no le hiciera más tomas. Acepté sin objeciones y me dediqué a fotografiar paisajes. El regreso a la naturaleza  no calmó mi angustia, sin embargo. El tiempo era duro y la casa estaba vestida de tristeza. La música parecía la mejor compañía. Largas tardes con serenas baladas como cortina, adelantando el final inevitable, nos vieron a cada uno en lo suyo. Amparo miraba el horizonte desde su cama, en los momentos en que las crisis lo permitían. Yo recorría la ribera del Paraná  buscando en dónde recalar la inmensa pena.

Una turbia noche de junio, fría e inclemente, nos dejó, me dejó… Su recuerdo quedó ondeando en la pieza en donde la vimos partir. Yo mismo la vestí para su gala final. Con ternura intensa enhebré el último de los rituales que celebraríamos juntos y le puse su mejor ropaje: su piel. Así se fue, arropada en su propia seda. El tiempo haría el resto. El tiempo… ¿El tiempo?
No hay otra cosa más dura y triste que las partidas sin retorno… Ese saber que nunca más es desolador. Uno piensa, se resiste a resignarse, aventura todavías, algún día, quién sabe… pero no hay regreso.
El abandono debe de ser una de las peores cosas que le toca sobrellevar al ser humano. Es la devastación. Uno se arma su vida, se teje costumbres, rituales, pequeños gestos que lo obligan a abrir los ojos al día con esperanzas, se anuda ínfimas alegrías en el alma, la entona con canciones, recuerdos, la acaricia pensando en la próxima vez y de pronto, todo se derrumba como si fuera la arena de las dunas llevadas por el viento.

El territorio del abandono es lacio, seco, hostil, quita energías, subsume fuerzas, da lo mismo todo: hacer o dejarse estar. Lentamente nos va ganando una molicie no querida pero que nos enchaleca con su fuerza extraña y no deseada. No podemos escapar, no hay por dónde escapar…Todo nos vuelve a retrotraer a aquellas jornadas gloriosas en que la comunión era el condimento de la vida.
El mundo continuaba, sin embargo, y yo en él, y Amparo y su ausencia, a mi lado…
Hacia el fin del invierno, los lapachos estallan en lilas y la Alameda es un gozo sin par. Ese invierno no fue distinto.
Un día, justo un día, me parecieron más brillantes que nunca. Tomé mi vieja cámara y salí camino a San Miguel.
Tratando de esquivar las florcitas que alfombraban veredas, recordé las perlas que Amparo dejaba caer sobre su espalda. Sentí la imperiosa necesidad de tomar otra foto que la recordara. Fue como un rayo que me alumbró y me sacó de quicio.

La placita explotaba en primaveras. Extrañé más que nunca.Tanto extrañé que caminé, caminé, caminé y seguí de largo, sin tomar precauciones. Cuando el auto me levantó en vilo alcancé a apretar el gatillo de luces y disparé, disparé, disparé, sin importarme las vueltas que iba dando por el aire.
En ese justo momento, el cielo se abrió y sé que la mano de Amparo me apretó fuerte, fuerte, al fin, después de tanta ausencia. En ese momento, lo supe, lo escuché, tañeron las campanas de San Miguel. Ah, nuevamente, y como antes, ¡sonaron campanas!
No recuerdo lo que pasó después. Sé que alguien me recogió y que muchos me llevaron hacia la vida. La recuperación fue lenta y penosa. No tenía ganas de regresar. Pudo más el esfuerzo de los especialistas, que mi instinto de sobrevivencia. Muy a mi pesar, y poco a poco, volví a mis tareas.

Una mañana entré a mi taller y vi la máquina oscura y áspera. Parecía un milagro que hubiera podido recuperarla. Me dijeron que apareció sobre la vereda, intacta, junto a mi cuerpo.
Algo extraño se desprendía de su costra negra, como invitándome a abrir su corazón. Tomé el rollo, con singular unción, como si fuera parte de un antiguo ritual.
El proceso de revelado me impidió respirar, por un momento, y luego apareció lo impensado: en una de las fotos, una superficie tersa, igual de tersa que la espalda de Amparo, sostenía pequeñas florcitas lilas que lucían como perlas. El paisaje se había convertido, él mismo, en su cuerpo torneado y dúctil y las pequeñas flores, en las joyas con las que jugara alguna tarde.
No precisó ningún retoque. Con esa toma, qué curioso, logré mis sueños: la consagración y  finalmente, la Gran Ciudad a mis pies.
Ya no veo los lapachos de la Alameda cuando inicio mis mañanas, ni el río bravo y arisco, ni las pronunciadas barrancas, ni siento el calor de la provincia.
El día en que me fui para no regresar nunca más, supe que el hueco del silencio también tiene sus claroscuros y me rendí ante la pena. Entendí, al fin, cuánto de precaria tiene la felicidad, como solía decirme Amparo. Pero también supe que el amor no es provisorio, al menos para mí, que vivo con su ausencia como la única foto en blanco y negro, alta resolución, que rescato de mi pasado, totalmente en sepia.

Laura Erpen
"Es un cuento paranasero ... 
Justo en estos tiempos , cuando empiezan a florecer los lapachos de la Alameda ...
Paraná , con su encanto , quedó para siempre en mi corazón ."
Fuente de texto y foto
Laura Erpen en facebook :Laura Erpen

viernes, 9 de agosto de 2013

La pipa de opio



Muchísimas noches he transitado por mundos de encantadas ensoñaciones , a veces viajado en jubilosas fantasías y otras han sido un laberinto de pesadillas . Siempre me he propuesto al despertar de esa maraña de escenas escribir  pero la abulia posterior que me impregna aborta todo intento de  verterlas en textura alguna.Y todo ello sin fumar una sola bocanada de opio....

 Teophile Gautier - La pipa de opio



Portada de La pipa de opio 
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Teophile Gautier - La pipa de opio

El otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr sentado en su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en la mano, un tubo de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana en el que echaba una especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta ardía y chisporroteaba en la chimenea del hongo, y él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se extendía por la habitación con un vago olor a perfume oriental.

Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo, y acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas, experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía bastante a las sensaciones de la primera borrachera.

Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para embriagarme, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra función que la de ser negro sobre una alfombra de verde césped.

Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé qué obra. Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.

El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si hubiera tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama como una carpa sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo un perpetuo balanceo de mantas, ante el gran descontento de mi gato que estaba acurrucado en una esquina del edredón.

Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas con su polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.

Después de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño.

Es el siguiente:

Me encontré en casa de mi amigo Alphonse Karr, como por la mañana, en la realidad; estaba sentado en su diván de lampote amarillo, con su pipa y su vela encendida; pero el sol no hacía revolotear en las paredes, como mariposas de mil colores, los reflejos azules, verdes y rojos de las vidrieras.

Cogí la pipa de sus manos, como lo había hecho unas horas antes, y me puse a aspirar lentamente el humo embriagador.

No tardó en apoderarse de mí una sensación de suavidad llena de placidez, y sentí el mismo aturdimiento que había experimentado fumando la pipa verdadera.

Hasta entonces mi sueño se mantenía en los límites más exactos del mundo habitable, y repetía, como un espejo, los actos de la jornada.

Estaba hecho un ovillo en un montón de almohadones, y echaba perezosamente la cabeza hacia atrás para seguir en el aire las espirales azuladas, que se desvanecían en una bruma algodonosa, después de haber girado durante unos minutos.

Mis ojos se dirigían naturalmente hacia el techo, que es de un negro de ébano, con arabescos de oro.

A fuerza de mirarlo con la atención extática que precede a las visiones, me pareció azul, pero de un azul muy oscuro, como uno de los pliegues del manto de la noche.

—Así que has mandado que te pinten el techo de azul —dije a Karr, que, impasible y silencioso, se había llevado a la boca otra pipa, y soltaba más humo que el tubo de una estufa en invierno, o que un barco de vapor en cualquier estación.

—En absoluto, muchacho —respondió sacando la nariz de la nube— , pero me da la terrible impresión de que eres tú el que se ha pintado el estómago de rojo de un burdeos más o menos Laffitte.

—¡Ay! No dices la verdad; no he bebido sino un miserable vaso de agua azucarada, donde todas las hormigas de la tierra han venido a apagar su sed: una auténtica escuela de natación de insectos.

—Al parecer el techo estaba aburrido de ser negro y se volvió azul; después de las mujeres, no conozco nada más caprichoso que los techos; es un techo con, imaginación, eso es todo, nada más corriente.

Dicho esto, Karr introdujo de nuevo la nariz en la nube de humo, con la satisfacción de quien ha dado una explicación clara y original.

Sin embargo sólo me convenció a medias; me costaba creer que los techos tuvieran tanta imaginación y seguí mirando al que tenía sobre mi cabeza, no sin cierto sentimiento de inquietud.

Azuleaba y azuleaba como el mar en el horizonte, y las estrellas empezaban a abrir en él sus párpados de pestañas de oro; sus pestañas, de extrema suavidad, se alargaban hasta llenar la habitación de haces prismáticos.

Varias líneas negras rayaban la azul superficie, y pronto reconocí que eran las vigas de los pisos superiores de la casa, que se había vuelto transparente.

A pesar de lo propicios que son los sueños a admitir como naturales las cosas más extrañas, todo aquello empezó a parecerme un poco turbio y sospechoso, y pensé que si mi compañero Esquiros el Mago estuviera allí, me daría explicaciones más satisfactorias que las de mi amigo Alphonse Karr.

Como si aquel pensamiento hubiera tenido poder de evocación, Esquiros se presentó de repente ante nosotros, como el perro de Fausto que sale de detrás de la estufa.

Tenía la cara muy animada y triunfante el gesto, y dijo, frotándose las manos:

—Veo a los antípodas y he encontrado la mandrágora que habla.



Su aparición me sorprendió, y dije a Karr:

—¡Oh, Karr! ¿Cómo es posible que Esquiros, que no estaba aquí, haya entrado sin que se haya abierto la puerta?

—Nada más sencillo —respondió Karr—. Se entra por las puertas cerradas, es la costumbre; sólo las personas mal educadas pasan por las puertas abiertas. Ya sabes que se dice como insulto: tu oficio es derribar puertas abiertas.

No encontré objeción alguna que hacer ante un razonamiento tan sensato, y quedé convencido de que efectivamente la presencia de Esquiros era absolutamente explicable y lógica.

Sin embargo me miraba de forma extraña, y sus ojos se agrandaban desmesuradamente; eran ardientes y redondos como escudos caldeados en un horno, y su cuerpo se desvanecía y se sumergía en la sombra, de modo que sólo veía de él sus dos pupilas resplandecientes y radiantes.

Redes de fuego y torrentes de efluvios magnéticos parpadeaban y se arremolinaban a mi alrededor, enlazándose cada vez más inextricablemente y apretándose sin parar; hilos refulgentes me llegaban a cada uno de los poros, y se introducían en mi piel más o menos como los cabellos en la cabeza. Me encontraba en un estado de sonambulismo completo. Entonces vi pequeños mechones blancos que atravesaban el espacio azul del techo como copos de lana llevados por el viento, o como el collar de una paloma que se desgrana en el aire.

En vano intenté adivinar lo que era, cuando una voz baja y cortante me susurró al oído:

—¡¡¡Son espíritus!!!

Cayeron las escamas de mis ojos; los vapores blancos cobraron formas más precisas, y descubrí nítidamente una larga fila de rostros velados que seguían la comisa, de derecha a izquierda, con un movimiento de ascensión muy pronunciado, como si un soplo imperioso los elevara y les sirviera de alas.

En un rincón de la habitación, sobre la moldura del techo, estaba sentada una forma de muchacha envuelta en una amplia túnica de muselina.

Sus pies, totalmente desnudos, colgaban lánguidamente cruzados uno sobre otro; eran, no obstante, maravillosos, de una pequeñez y de una transparencia que me recordaron a esos bellos pies de jaspe que se muestran tan blancos y tan puros bajo la falda de mármol negro de la Isis antigua del Museo.

Los demás fantasmas le daban golpecitos en el hombro al pasar, y le decían:

—Vamos a las estrellas, ven con nosotros.

La sombra de los pies de alabastro respondía:

—¡No! No quiero ir a las estrellas; quisiera vivir seis meses más.

Pasó toda la fila, y la sombra se quedó sola, balanceando sus bellos piececitos, y dando golpecitos en la pared con los talones que eran de un tono rosa, pálidos y suaves como el corazón de una campanilla silvestre; aunque su cara estaba tapada por un velo, sentí que era joven, adorable y encantadora, y mi alma se lanzó hacia ella, con los brazos abiertos y las alas desplegadas.

La sombra comprendió mi turbación por intuición o simpatía, y dijo con voz dulce y cristalina como una armónica:

—Si tienes valor para ir a besar en la boca a la que yo fui, y cuyo cuerpo está tendido en la ciudad negra, viviré seis meses más, y mi segunda vida será para ti.

Me levanté y me hice esta pregunta:

Si era o no el juguete de alguna ilusión, y si todo lo que ocurría no era más que una pesadilla.

Era un último reflejo de la lámpara de la razón sofocado por el sueño.

Pregunté a mis dos amigos lo que pensaban de todo aquello.

El imperturbable Karr pretendió que la aventura era muy corriente, que había habido muchas de la misma especie, y que yo era enormemente ingenuo si me sorprendía por tan poco.

Esquiros lo explicó todo mediante el magnetismo. —Bueno, está bien, iré; pero estoy en zapatillas... No importa —dijo Esquiros—, tengo el presentimiento de que hay un carruaje en la puerta.

Salí y vi, efectivamente, un cabriolé de dos caballos que parecía esperar. Subí a él.

No había cochero. Los caballos se conducían a sí mismos; eran negros y galopaban tan furiosamente, que sus grupas bajaban y subían como olas, y una lluvia de chispas brillaba tras ellos.

Primero tomaron la calle de La-Tour-d'Auvergne, luego la calle Bellefond, después la calle Lafayette y, a partir de ahí, otras calles cuyos nombres ignoro.

A medida que el carruaje avanzaba, los objetos cobraban a mi alrededor formas extrañas: eran casas fantasmales, acurrucadas al borde del camino como viejas hilanderas, cercas de tablas, farolas que parecían auténticas horcas; pronto las casas desaparecieron totalmente, y el carruaje avanzaba por pleno campo.

Atravesábamos una llanura lúgubre y sombría; el cielo estaba muy bajo, plomizo, y una interminable procesión de delgados arbolitos corría, en sentido contrario al carruaje, a ambos lados del camino; era como un ejército derrotado de palos de escoba.

Nada había tan siniestro como aquella grisácea inmensidad que la escuálida silueta de los árboles rayaba de trazos negros: ni una estrella brillaba, ningún punto de luz abría la pálida profundidad de aquella semioscuridad.

Por fin, llegamos a una ciudad, desconocida para mí, cuyas casas, de una arquitectura singular, vagamente vislumbrada en las tinieblas, me parecieron de una pequeñez tal que era imposible que estuvieran habitadas; el carruaje, aunque mucho más ancho que las calles que atravesaba, no aminoró su marcha; las casas se apartaban a derecha e izquierda como peatones asustados, y dejaban el camino libre.

Después de muchas vueltas, sentí que el carruaje desaparecía y los caballos se desvanecían: había llegado.

Una luz rojiza se filtraba a través de los intersticios de una puerta de bronce que no estaba cerrada; la empujé y me encontré en una sala cuyo suelo era de mármol blanco y negro y cuyo techo era una bóveda de piedra; una lámpara antigua, colocada sobre un zócalo de mármol violeta, iluminaba con luz macilenta una figura acostada, que al principio tomé por una estatua como las que duermen, con las manos juntas y un lebrel a los pies, en las catedrales góticas; pero pronto reconocí que era una mujer real.

Era de una palidez exangüe, que sólo sabría comparar con el tono de la cera virgen amarillenta; tenía las manos, sin brillo y blancas como hostias, cruzadas sobre el corazón; sus ojos estaban cerrados, y sus pestañas se alargaban hasta las mejillas; todo en ella estaba muerto: sólo la boca, fresca como una granada en flor, resplandecía de vida magnífica y purpúrea, y sonreía ligeramente como si tuviera un sueño feliz.

Me incliné sobre ella, posé mi boca en la suya y le di el beso que debía hacerla revivir.

Sus labios húmedos y tibios, como si el aliento acabara apenas de abandonarlos, palpitaron bajo los míos, y me devolvieron el beso con un ardor y una vivacidad increíbles.

Aquí hay una laguna en mi sueño, y no sé cómo volví de la ciudad negra; probablemente a caballo sobre una nube o sobre un murciélago gigantesco. Pero recuerdo perfectamente que me encontré con Karr en una casa que no es ni la suya ni la mía, ni ninguna de las que conozco.

Sin embargo todos los detalles interiores, todo el mobiliario, me resultaban enormemente familiares; veo claramente la chimenea de estilo Luis XVI, el biombo rameado, la lámpara de pantalla verde y las estanterías llenas de libros a ambos lados de la chimenea.

Yo ocupaba un enorme butacón de orejas, y Karr, con los pies apoyados en la chimenea y sentado a mi lado, escuchaba con gesto triste y resignado el relato de mi expedición que yo mismo consideraba un sueño.

De repente se oyó un violento campanillazo, y vinieron a anunciarme que una dama deseaba hablar conmigo.

—Haga pasar a la dama —respondí—, un poco emocionado y presintiendo lo que iba a ocurrir.

Una mujer vestida de blanco y con los hombros cubiertos con una esclavina negra, entró con paso decidido, y fue a colocarse en la penumbra luminosa proyectada por la lámpara.

Por un fenómeno muy singular, vi pasar por su rostro tres fisonomías diferentes: por un instante se pareció a Malibran, luego a M..., más tarde a la que decía que no quería morir, y cuya última frase fue: «Dame un ramo de violetas».

Pero aquellos parecidos se disiparon en seguida como una sombra en un espejo, los rasgos de la cara se fijaron y se condensaron, y reconocí a la muerta que había besado en la ciudad negra.

Su atuendo era extremadamente sencillo, y no llevaba otro adorno que una diadema de oro en sus cabellos, de color castaño oscuro, que caían en racimos de ébano a ambos lados de sus mejillas lisas y aterciopeladas.

Dos manchitas rosas coloreaban sus pómulos y sus ojos brillaban como globos de plata bruñida; poseía una belleza de camafeo antiguo y al parecido se añadía la delicada transparencia de su piel.

Estaba de pie ante mí y me rogó, petición bastante extraña, que le dijera su nombre.

Le contesté sin vacilar que se llamaba Carlotta, lo que era verdad; después me contó que había sido cantante y que había muerto tan joven, que ignoraba los placeres de la existencia, y que antes de ir a sumergirse para siempre en la inmóvil eternidad, quería gozar de la belleza del mundo, embriagarse de voluptuosidad y hundirse en el océano de las dichas terrestres; que sentía una sed inextinguible de vida y de amor.

Y, mientras decía todo aquello con una elocuencia expresiva y una poesía que no está en mi poder transmitir, enlazó sus brazos como si fueran un chal alrededor de mi cuello, e introdujo sus manos delicadas en los rizos de mi pelo.

Hablaba en versos de maravillosa belleza, como no lo harían los más grandes poetas vivos, y cuando el verso no bastaba para expresar su pensamiento, le añadía las alas de la música, y eran trinos, collares de notas más puras que las perlas más perfectas, sostenidos, sonidos emitidos muy por encima de los límites humanos, todo lo que el alma y la mente pueden soñar de más tierno, de más adorablemente bello, de más amoroso, de más ardiente, de más inefable.

«Vivir seis meses, seis meses más», era el estribillo de todas sus cantilenas.

Yo veía muy claramente lo que iba a decir, antes de que el pensamiento llegara de su cabeza o de su corazón hasta sus labios, y yo mismo acababa el verso o el canto empezados; tenía para ella la misma transparencia, y leía en mí de corrido.

No sé dónde se hubieran detenido aquellos éxtasis que ya no moderaba la presencia de Karr, cuando sentí que algo peludo y áspero me pasaba por la cara; abrí los ojos y vi a mi gato que frotaba sus bigotes con los míos a modo de saludo matinal, porque el alba dejaba pasar a través de las cortinas una luz vacilante.

Así fue como acabó mi sueño de opio, que no me dejó otra huella que una vaga melancolía, consecuencia normal de esta clase de alucinaciones.

Fuente de texto:Archivo personal




Gautier, Theóphile. La pipa de opio.
Sevilla: Metropolisiana, 2010 
Traducción de José Antonio Guerrero 
Colección particular, 7 / RELATOS ILUSTRADOS
Ilustraciones de Manuel Ortiz 






















Théophile Gautier, retratado por Nadar